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Estados Unidos: violencia explicable

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Robert Card, un hombre blanco de 40 años que se desempeña de instructor de tiro y pertenece a las reservas militares de Estados Unidos, asesinó al menos a 18 personas en una sala de boliche y un restaurante del norteño estado de Maine. El ataque se convirtió en el tiroteo masivo más mortífero de los 565 que han ocurrido en lo que va del año en ese país y conmocionó de manera particular a los pobladores de la entidad mayormente rural, fronteriza con Canadá y conocida por su ambiente relativamente tranquilo: en 2022, sólo se registraron 29 homicidios en todo su territorio.

La masacre perpetrada por Card motivó una reiteración del mensaje emitido por el presidente Joe Biden ante esta clase de sucesos: en un comunicado, expresó que demasiados estadunidenses han sufrido la muerte o lesiones de un familiar como consecuencia de la violencia armada; eso no es normal y no podemos aceptarlo, e instó a los legisladores del Partido Republicano a trabajar en la aprobación de un proyecto de ley que prohíba las armas de asalto y los cargadores de gran capacidad, para promulgar controles universales de antecedentes, para exigir el almacenamiento seguro de las armas y para poner fin a la inmunidad de responsabilidad de los fabricantes de armas.

El mandatario está en lo cierto cuando denuncia a los fanáticos de las armas (que también cuentan con miembros en las filas demócratas), quienes bloquean de manera sistemática todo intento de introducir un mínimo de sensatez en torno a la venta, posesión y portación de dispositivos de alto poder que no tienen ninguna razón plausible para encontrarse en manos de civiles. Sin embargo, su crítica se produce sobre el telón de fondo de una profunda esquizofrenia en torno a las causas del American way of killing, esa peculiar forma de violencia aleatoria que no tiene paralelo en ningún otro rincón del mundo y que somete a los estadunidenses a unas tasas de muerte inexistentes en el resto de las naciones ricas.

Al calificar de absurdos y carentes de sentido los tiroteos masivos que se replican a un ritmo de casi dos diarios, Biden soslaya el origen del desenfreno armamentista de sus conciudadanos, el cual se remonta a las bases en que está fundada esa nación y al papel tristemente ejemplar que brinda el Estado. No puede olvidarse que Estados Unidos se erigió sobre uno de los mayores genocidios de la historia, el exterminio deliberado de la población nativa y el confinamiento de los escasos supervivientes en campos de concentración eufemísticamente apodados reservas. Tampoco es posible pasar por alto que Washington es el mayor iniciador de guerras en el último siglo, que mantiene un gasto bélico que excede al de los siguientes 10 países combinados, que posee bases militares alrededor de todo el planeta y que, en suma, ha hecho de la violencia su reacción automática y su recurso primordial ante cualquier problemática. Los ejemplos pueden abarcar desde sus incontables incursiones en América Latina hasta las invasiones de Afganistán e Irak; su incitación al conflicto en Ucrania, la provisión de armas cada día más mortíferas a Kiev, y el reciente envío de dos grupos de ataque de portaviones a Israel como ejemplos más recientes en que la Casa Blanca pone los misiles por delante de las palabras.

El despliegue de los portaviones en Levante es ilustrativo de las prioridades y el pensamiento del mandatario: cada uno de estos buques, cuyo costo asciende a 14 mil millones de dólares y requiere un mantenimiento por 6 millones de dólares diarios (con datos de 2016), es escoltado por un crucero de misiles, dos buques portahelicópteros, dos destructores o tres fragatas, un número indeterminado de submarinos nucleares y otros navíos de apoyo (como buques cisterna). Todo esto fue enviado para contener a milicianos que combaten con proyectiles artesanales, antes de siquiera entablar negociaciones para poner a salvo a los rehenes capturados por Hamas o de ensayar la vía diplomática. Si el líder político y moral de una nación se conduce así ante los desafíos internacionales, mal hace en llamarse a sorpresa cuando su pueblo echa mano de las armas para arreglar cualquier desavenencia o, simplemente, cualquier malestar emocional.

Fuente: La Jornada

 

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Las opiniones vertidas en esta sección son responsabilidad del autor y no representan necesariamente el pensamiento del diario El Clarín

 



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