
Psicosis política: Protesta, delirio y declive bajo Trump
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En su segundo mandato, Donald Trump ha profundizado la polarización y desatado una ola de protestas sin precedentes. La marcha “No Kings” y la militarización de Los Ángeles reflejan el creciente rechazo ciudadano a un gobierno que opera cada vez más como un régimen autoritario. La indignación, antes esporádica, ahora se transforma en resistencia sostenida.
Ni siquiera las lluvias matinales pudieron detener los pasos decididos de los neoyorquinos este sábado 15 de junio. Un mar de personas de todas las edades y orígenes se aglomeró en Bryant Park, un sitio ya bautizado como punto de partida de las protestas en esta época histórica en la Gran Manzana. No era la primera marcha masiva, ni la segunda, pero sí la más concurrida hasta la fecha. Calles bloqueadas, pancartas empapadas y consignas coreadas fueron testimonio de una población cada vez más descontenta no solo con su presidente y su administración, sino con la realidad del país, y del mundo.
La protesta “No Kings”, nacida y organizada en desafío al cumpleaños de Donald Trump y a su uso de un extravagante desfile militar hecho para celebrar las fuerzas armadas de Estados Unidos, tomó las calles de todo el país, e incluso de partes de Canadá. El resultado superó incluso las expectativas de sus organizadores: millones de personas se volcaron a las calles en ciudades grandes y pequeñas, convirtiendo estas manifestaciones en una de las movilizaciones más masivas y contundentes de los últimos años.
Aunque estas manifestaciones fueron planificadas con meses de anticipación, entre la multitud se sentía (y escuchaba) una rabia acumulada por la creciente polarización del país que iba mucho más allá de una fecha simbólica.
Los estadounidenses, acostumbrados durante décadas a una cierta normalización de incluso sus crisis políticas internas más graves, comienzan paulatinamente a perder la docilidad ante la nueva realidad impuesta por el segundo mandato de Trump, lleno de una erosión sistemática de normas institucionales, una narrativa beligerante que fractura el tejido social y una política exterior reducida a gestos contradictorios. Junio no solo ha marcado el inicio de una nueva estación, sino también de una naciente fase política y social, marcada por una inestabilidad política y civil que crece con fuerza.
Aunque ha habido momentos de movilización en este siglo, como las protestas contra la guerra en Irak en 2003, el movimiento Occupy Wall Street en 2011 y el estallido de Black Lives Matter en 2020, ninguno logró consolidarse como una fuerza constante y estructural de resistencia. En todos los casos, la protesta se disipó sin alterar profundamente el statu quo. Esta vez, la naturaleza del descontento es distinta. No es una reacción a un evento puntual, sino a un modelo de país que se está volviendo inhabitable para amplios sectores de la población, incluso aquellos quienes alinean ideológicamente con este gobierno. Y eso, en la historia reciente de Estados Unidos, no tiene precedentes.
Para entender estos sucesos en mayor profundidad, miramos a las protestas masivas de Los Ángeles, California. El 6 de junio, oficiales del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) realizaron redadas masivas a lo largo del sur de California, apuntando a inmigrantes indocumentados. Según reportes, los agentes irrumpieron en lugares de trabajo, esposaron a personas con uniforme laboral y las subieron a camionetas sin identificación oficial.
Las imágenes de estas detenciones se viralizaron rápidamente, desatando una ola de indignación que culminó en una concentración masiva frente al Edificio Federal Edward R. Roybal en el centro de Los Ángeles. La situación escaló cuando la policía declaró «asamblea ilegal» y se enfrentó con los manifestantes.
Al día siguiente, surgieron protestas en distintos barrios de Los Ángeles ante rumores de nuevas redadas. Las autoridades ordenaron dispersar las multitudes con granadas aturdidoras y gas lacrimógeno. Aunque la mayoría de las protestas fueron pacíficas, se reportaron algunos actos de vandalismo. Esa misma noche, en una acción presentada como una respuesta al «desorden», Donald Trump firmó un memorándum presidencial autorizando el despliegue de 2.000 miembros de la Guardia Nacional en la ciudad.
Vale la pena recordar que la última vez que se desplegó la Guardia Nacional sin la aprobación del gobernador fue en 1965, cuando el presidente Lyndon B. Johnson envió tropas federales a Alabama para proteger a los manifestantes de derechos civiles en la marcha de Selma a Montgomery. La decisión de militarizar Los Ángeles en un contexto que no lo justificaba claramente fue condenada por gran parte del espectro político. Veintidós gobernadores demócratas firmaron un comunicado conjunto calificando la medida como «un alarmante abuso de poder». El gobernador de California, Gavin Newsom, incluso declaró: «Estos son actos de un dictador, no de un presidente».
Días después, las protestas en Los Ángeles no solo no han cesado, sino que se han intensificado. Para muchos, la presencia creciente de fuerzas armadas, no solo destinadas a contener manifestaciones, sino también a colaborar con operaciones de ICE, marca un umbral hacia una represión sistemática legitimada por decreto. Al momento de escribir este artículo, aproximadamente 2.100 efectivos de la Guardia Nacional y 700 marines estadounidenses permanecen desplegados en la ciudad bajo órdenes federales, además de 500 efectivos adicionales entrenados específicamente para apoyar labores de inmigración. Se trata de una de las mayores movilizaciones militares en California desde los LA Riots de 1992.
Trump siempre ha sido explícito en su postura sobre la deportación masiva, y no es el primer presidente en impulsarla. Pero desde hace más de una década ha convertido a la comunidad latina en la pantalla de proyección de todos los temores identitarios de su base. La diferencia esta vez radica en la brutal visibilidad del proceso. Arrestar a personas en sus lugares de trabajo, o ver a tu vecino detenido sin explicación, la violencia del Estado se vuelve cotidiana. Incluso los partidarios más acérrimos de las deportaciones se ven confrontados con el costo humano. Estas personas ya no son una abstracción. Su ausencia empieza a sentirse incluso en quienes nunca antes pensaron en ellas.
Además, por supuesto, está la comunidad latina misma, en la primera línea de estas movilizaciones: hijos e hijas de personas desaparecidas, familias al borde del colapso emocional, ciudadanos aterrados por perder pie en un país que una vez los acogió. Los inmigrantes son una de las razones fundamentales del éxito de Estados Unidos. Es el país más diverso del mundo, y en realidad no hay un solo grupo étnico que pueda atribuirse el significado exclusivo de «ser estadounidense». Poco a poco, más personas están empezando a entenderlo.
Esta administración ya enfrenta una ola de rechazo e incluso más intensa que durante el primer mandato de Trump. No han pasado ni seis meses desde que asumió la presidencia como el 47º mandatario, y las consecuencias de sus decisiones ya son palpables. Desde aranceles impopulares hasta el desprecio abierto por las normas democráticas, pasando por un evidente deterioro en la calidad de vida, muchos estadounidenses que antes ignoraban la política ahora se ven obligados a tomar posición.
No es una sorpresa ver tanta reacción adversa cuando uno puede argumentar que ahora tenemos un régimen moldeado a imagen y semejanza de Donald Trump: impulsivo, vengativo, teatral. Además, Trump ya no enfrenta el límite de tener que ser reelecto, y ha regresado al poder con un conocimiento mucho más claro del aparato institucional, de sus debilidades y de cómo manipularlas. Ya no es un outsider improvisado, más bien ahora es un hombre con experiencia, con redes leales dentro del poder judicial, el Congreso y los medios, y, sobre todo, con una peligrosa sensación de impunidad.
Ha sobrevivido dos juicios políticos, una insurrección violenta y ha sido condenado por delitos graves, y aun así permanece en el poder. Esa impunidad no es solo un dato judicial; es una condición psicológica y política. Le ha enseñado que puede actuar sin consecuencias reales. Incluso en su discurso inaugural de enero, habló de que Dios lo había salvado de un atentado, y que por ende tenía un mandato divino para gobernar. ¿Qué hace un líder cuando entiende que no será castigado por sus excesos? Se radicaliza.
Ese radicalismo se manifiesta no solo en decisiones concretas (como el despliegue de la Guardia Nacional sin autorización estatal o la persecución directa de migrantes) sino también en una transformación más profunda como la renuncia total al llamado soft power. Trump ya no intenta seducir ni convencer, impone. Sabe que ha perdido legitimidad simbólica ante amplios sectores del país y del mundo, y en lugar de reconstruirla, la sustituye por fuerza bruta. Pero esa estrategia tiene límites.
Aunque mantuvo sus campañas agresivas de deportación, tuvo que retroceder, luego de que los sectores agrícola y hotelero alertaran que las redadas amenazaban cosechas, operatividad y abastecimiento. Agregando otro hecho a lo que la prensa de antes lo bautizó irónicamente “TACO Trump” (Trump Always Chickens Out o Trump siempre se echa atrás en castellano).
Lo interesante es que este tipo de retrocesos, lejos de humanizarlo o volverlo estratégico, solo profundizan una imagen de debilidad envuelta en teatralidad. El país entero está comenzando a ver con mayor claridad lo que antes se intuía entre burlas, que Trump es un presidente sin verdadero control. Atrapado en un bucle de impulsividad, ego, y rectificación, cuya narrativa de autoridad se desmorona cada vez que la realidad lo enfrenta. La figura del líder fuerte, que alguna vez convenció a millones, se convierte ahora en una caricatura que él mismo alimenta. En ese reflejo distorsionado ya no hay poder, solo ruido.
Pero hay una atmósfera enrarecida en el aire que va mas allá de políticas nacionales desfavorables o un presidente no convencional. Un desconcierto colectivo que recuerda a las semanas previas a los grandes colapsos: una mezcla de negación, rutina y una fe casi supersticiosa en que, de alguna manera, todo volverá a la normalidad. Estados Unidos, hoy, se aferra a esa narrativa de normalidad como a un salvavidas. Las luces siguen encendidas, los supermercados siguen abiertos, las redes sociales siguen funcionando. Pero hay algo que se está rompiendo. No se ve, pero se siente, una disonancia insoportable entre la apariencia de normalidad y la realidad de un país en decadencia. Las redadas y la militarización interna no son el único frente. En el exterior, la política estadounidense también se tambalea entre contradicciones peligrosas
La política exterior, que alguna vez fue el terreno donde Estados Unidos proyectaba su grandeza, ha devenido en una tragicomedia de contradicciones. El fracaso de mediar la guerra en Ucrania y ahora la escalada del conflicto entre Israel e Irán lo ha expuesto. Trump, atrapado entre su retórica anti-intervencionista y amenazando a Teherán para demostrar su lealtad inquebrantable a Israel y Netanyahu. La base MAGA se fractura frente a una posibilidad de guerra con Irán. Los neoconservadores empujan hacia el enfrentamiento directo; figuras como Steve Bannon y Tucker Carlson advierten que esto traiciona los principios de «America First».
Y mientras tanto, el resto del mundo observa con creciente incredulidad. Europa, desilusionada, empieza a hablar en voz alta de autonomía estratégica. China, por su parte, se mueve con la frialdad de quien entiende que las crisis ajenas son oportunidades propias.
Internamente, la fractura se agudiza. No es la aprobación popular lo que sostiene a la administración Trump, sino la parálisis colectiva. El ciudadano estadounidense promedio, atrapado entre la inflación, una posible guerra con Irán, y una precariedad cada vez más difícil de maquillar, ya no sueña con el ascenso. Solo espera no caer.
La forma en que durante décadas hizo único a Estados Unidos fue su cultura consumista, donde una oferta infinita de productos y el poder adquisitivo para elegir mantenía una sociedad a flote. Pero a medida que se implementan políticas económicas de “doctrina del shock”, esa ilusión se resquebraja. El ciudadano promedio ya no puede costear los pequeños lujos que alguna vez le ayudaban a sobrellevar la vida. Aunque técnicamente no se hable aún de recesión, la inflación ya ha transformado lo cotidiano. Cuando la gente ya no puede comprar su salida del malestar, el reproche no tarda en llegar.
Incluso los símbolos más sagrados del nacionalismo estadounidense, los veteranos de guerra, los pequeños empresarios, los trabajadores rurales, comienzan a cuestionar la narrativa. Porque cuando ni siquiera puedes comprar huevos, ves a tu vecino arrestado sin explicación, o tu hija enfrenta represalias por manifestarse en su universidad, ya no estás debatiendo sobre ideología. Estás lidiando con la intemperie.
Vale recordar que este momento no es una anomalía de un solo hombre o de un solo momento histórico. Esto es la consecuencia inevitable de lo que se ha estado gestando por años. Ya sea por convicción o por oportunismo, Trump encabeza un proceso que, si no se detiene, redefinirá la democracia estadounidense como la conocíamos. El conflicto internacional con Irán, el desmantelamiento interno del estado de bienestar, la militarización de la política migratoria, todo forma parte de un mismo proyecto de control. Esto que vivimos no es el clímax, sino apenas el prólogo.
Este es un momento formativo. Lo que se decida, o lo que no se decida, en estos meses definirá no solo el futuro de Estados Unidos, sino la forma en que recordaremos este tiempo. La historia no siempre se mueve con marchas o con discursos, sino con elecciones cotidianas, a veces solo avanza porque alguien eligió mirar de frente. En tiempos como estos, quedarse atento ya es una decisión. No distraerse, no olvidar.
Sophie Spielberberg
En Nueva York
Felipe Portales says:
Ciertamente que la decadencia de la plutocracia imperial de Estados Unidos viene desde hace tiempo. Pero es claro que Trump la está agudizando de forma acelerada. ¡Y Trump ni siquiera se da cuenta que la USAID era un instrumento muy eficaz para consolidar su hegemonía global! ¡Y para qué decir de la «acogida» a los jóvenes de élite de multitud de países de los diversos continentes en las universidades; los que volvían a sus países socializados en los modos de vida y de pensar estadounidenses; y naturalmente encariñados con el país! Basta ver nuestro ejemplo de los «chicago boys»…
Renato Alvarado Vidal says:
Tío Donald es un gringo muy típico y representa muy bien lo que su país, con sus delirios de destino manifiesto, resplandeciente ciudad en lo alto de la colina, doctrina Monroe, excepcionalidad y omnipotencia ha sido para el mundo; mundo al que desconocen. Y qué van a saber del mundo si ignoran su propia realidad, se creen una democracia y son una plutocracia, se creen una nación independiente y son una marioneta de Israel.
El Imperio gringo podrá ser recordado como el más efímero de la historia, pero también podría quedar como el que devolvió a la humanidad a la Edad de Piedra.