Crónicas de un país anormal

Los nuevos invitados de la peste

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El miedo a la muerte es algo muy natural, así sepamos por Epicuro y Lucrecio que, cuando ella llegue, ya nosotros no estaremos. Nadie ha escrito sobre su propia muerte, (salvo si se sirve de la ficción).

Para el cristianismo, tomado del filósofo griego, Platón, el cuerpo es la cárcel del alma, por consiguiente, la muerte sería un tránsito extraordinario hacia la liberación.

Para Epicuro, un verdadero atomista-materialista a imitación de Demócrito, sólo hay un cuerpo material, cuyos átomos se diseminan con la muerte. Biológicamente, los científicos saben exhaustivamente sobre la muerte, pero nosotros, los legos, lo único que sabemos es que el margen de la existencia se encuentra entre el determinismo del nacimiento y la muerte, salvo en caso de suicidio que, para Albert Camus, es el centro de la filosofía.

Para Baruk Spinoza, Dios y el todo no es más que la naturaleza, y su teoría filosófica hay que interpretarla principalmente desde el punto de vista de la gnoseología, como un perfecto panteísmo.




Si se le pregunta a cualquier persona si quiere morir inmediatamente, la respuesta es siempre la de prolongar la vida lo más posible; por el contrario, si la pregunta es mantenerse vivo eternamente, contestaría NO, pues la vida pierde todo interés sin la precariedad del tiempo finito.

Para los nihilistas consecuentes, el mejor camino es el suicidio, pues la vida en sí y para sí carece de sentido, sin embargo, muchos de los que pudieran optar por este camino, prefieren el de seguir viviendo a pesar de lo absurdo de la existencia.

Albert Camus, en su obra El mito de Sísifo, y antes en La Peste, plantea que a pesar de “lo absurdo de la existencia” hay que vivir la vida dignamente.

La visión occidental de la historia ha terminado por imponer el concepto del progreso indefinido de la humanidad, desarrollado por Condorcet, (siglo XVIII). El progresista permanente es optimista, y la parusía está siempre al final de la historia.

Tanto el escritor argentino, Jorge Luis Borges, en su cuento El inmortal, (1947), como el más contemporáneo, el Premio Nobel de Literatura José Saramago, plantean lo que ocurriría si la muerte desapareciera, es decir, dejara de ser la sombra permanente que nos acompaña a través de la vida.

A los occidentales nos es difícil aceptar El eterno retorno, obra de F. Nietzsche, es decir, una repetición continua y circular de la existencia, si apenas visualizamos la posibilidad de la reencarnación, cuya teoría se puso de moda en occidente hace poco tiempo cuando la televisión, tratando de captar ingenuos, hacía pruebas con personajes, (Gonzalo Cáceres entre otros).

Los biógrafos de Nietzsche dicen que cuando comenzó a desarrollar la idea del “eterno retorno” se volvió loco, pues creyó haber encontrado la fórmula para superar el nihilismo contemporáneo. En otra de sus obras, Ecce homo, escribe que el hinduismo nació a causa de la costumbre de comer arroz, idea poco original, pues Feuerbach, un consecuente materialista, (hoy conocido gracias a Carlos Marx, a través de la obra Tesis sobre Feuerbach), sostenía que “el hombre es lo que come”.

El COVID-19, al igual que la Peste Negra, (siglo XIV), ha conllevado la vivencia del rito de tiempos inmemoriales sobre la muerte y, aunque temamos al infierno o a la nada, pierde todo sentido: en Ecuador, por ejemplo, los muertos están insepultos en cualquier callejón o esquina de Guayaquil, (al traidor Presidente de ese país, Lenin Moreno, no se le ocurre nada mejor que ordenar la construcción de una gran fosa común, al igual en la Peste Negra, en que no había tiempo, ni siquiera, para enterrar a los numerosos cadáveres que pululaban por doquier. (En Nueva York también se está construyendo una enorme fosa común para las víctimas del actual virus).

En ambas pestes, (la de la Edad Media y la actual), los cadáveres, y aún más, los esqueletos, forman parte del arte bailando, en que se representa a distintos seres vivos, (desde grandes y encopetadas damas, pasando por obispos, señores feudales…) El pintor Pieter Brueghel, en su cuadro El triunfo de la muerte, quiere demostrar el poder igualador de la “parca”, presentando a personajes poderosos abrazados a los esqueletos, lo que es una falacia, pues la peste no iguala a pobres y ricos.

La pandemia de hoy está destruyendo uno de los ritos fundamentales que, para todas las culturas a través de la historia de la humanidad, ha sido uno de los ejes básicos del existir y seguir existiendo. Sin el duelo y sin el derecho legítimo a despedir a sus seres queridos que dejará esta pandemia, la herida emocional será muy profunda, y la capacidad de resiliencia se va menguando.

Al fin y al cabo, (como en las películas), el fin define el argumento de la vida y no al contrario. El cristianismo condenó a Eva por querer ser omnipotente y optó por gustar el “fruto de la sabiduría”; actualmente, lo esencial es vivir con dignidad, tal cual lo describiera Pico de la Mirándola en el Renacimiento, y Albert Camus, en pleno siglo XX.

 

Rafael Luis Gumucio Rivas (El Viejo)

112/04/2020

(Para mis hijos, Rafael e Ignacio)

 

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