Columnistas Poder y Política

Cincuenta años

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Los que no están, esos que fueron llevados en días de bruma y odio no pueden hablar.

Guardan ese silencio tan doloroso de la derrota. Aquel insistente ruido interminable que suena en el tiempo como el golpe que da el bastón del ciego rumbo a su esquina para batallar con las moscas.

El olvido no es asunto nuestro, ese se instaló en otra esquina, se vistió con ropa ajena y espera que no llegue la madrugada. El olvido no es asunto nuestro.

La muerte es una sola pero tiene muchos caminos para entenderla.




Siempre nos preguntamos si esos queridos, a esos que quisimos tanto el dolor los llevó para no saber que su último respiro tenía alguna hora marcada. No sabemos si nuestros hermanos que no sabían leer ni escribir lograron explicarse porque su rey de reyes los abandonó, y los dejó en el borde del rio solos. A ese que le entregaron sus hijos y que mientras se aferraban al cerco de alambres para sostenerse la tierra temblaba, allí mientras el cielo dejaba caer el agua inmisericorde.

Pero tenemos que hablar por todos ellos siempre, como lo hemos ejercido con el compromiso más serio tanto así como el de alterar el curso de la historia, de doblarle la mano a la injusticia. Pero también entrar sin hambre al sueño luego de tantos besos permitidos.

Cuando desde aquel día marcado con el 11 un grupo se lo apropió todo y dejó a tantos y tantos asustados entre el ruido, lo incomprensible, lo absurdo tenía el sello de los pocos que lo quieren todo. Ese surco egoísta que no da fruta buena ni manzanas dulces.

Algunos dirán que las ventanas de las escuelas y liceos cerraron sus ojos y dejaron en las puertas los oídos para que pudieran guardar tantos nombres de uno en uno en fila, las palabras con las manos a las espaldas y con la mirada buscando entre guijarros algún asunto para dejar en el caso que todo sucediera.

Aquella primera noche cuando tantos caballos con sus jinetes se repartieron con la idea de encontrar en alguna esquina el filoso que los ayudaría para zanjar las cuentas.

Enrique pasó a llamarse Alberto, Diego, Osvaldo, Esteban, y la bella Julieta fue la Cristina que no dejó de insistir que la luna nueva no dejaría de pasar las nubes oscuras y en esas ocasiones era la hora justa, que esa luz era la interminable. Entonces estaba la sopa de pan con el sabor al ajo que se negó a ser un esquivo.

Otros después aferrados al pasamano de un tren desconocido, en un país desconocido, en una ciudad que parecía ciega se abrazaban y se quedaban mirando para siempre hasta que un día una campana los fue alejando hasta ya no existir.

Los años no pasaron con risa fácil.

Esas voluntades de tantos pantalones, faldas, blusas de colores y camisas listadas, se negaron y construyeron una enorme barricada y detrás estaba el fuego que imperiosamente había que cuidar. Prometeo se lo había entregado a los hombres y por aquello fue condenado, entonces a guardarlo dijeron todos. No eran muchos pero se lanzaron con fuerza, esa cuestión que tantas explicaciones tiene y que también esconde sus aristas.

Todo era complicado, una casa y la otra, el té en taza diferente, el pan un día sí y el otro no. Y la calle con sus veredas peligrosas, caminando con la mirada allá lejos para saber si correr y apretar más fuerte el bolsillo con unas cuantas letras con dos nombres y su hora.

La fría noche que era eterna mientras clavados los ojos al cielo con poca luz el humo iba dejando sus señales que salían desde el fondo de los pulmones como un chico alocado, tirando piedras al rio pensando en asustar a todos los pescados para que no hablen. Esos tiempos de secretos que circulaban de círculo en círculo cuando los calendarios estaban vírgenes y no tenían ninguna palabra, nada escrito, absolutamente quietos, para que nadie supiera el martes de la tercera semana cuando debía suceder lo esperado.

Y ciertamente que llegaron hijos e hijas y todos lindos, llorones como ellos solos y con hambre como pocos. Los cordeles de las casas volvieron a sonreír, es que era la vida que tozudamente se niega a perderse. Volvía cuando el padre era Baltazar y la madre Ester había tanto que reconstruir, los espacios entre ellos, para que el calor lo abrazara sin saber que por los vidrios de la ventana que daba al patio de la casa estaban llorando.

También muchos se nos fueron y los quedamos esperando a la hora señalada, no llegó dijimos y volveremos por el otro camino en un recorrido amargo con los dientes más apretados que nunca. Tantos y tantos que pensaron en la posibilidad de convertirse en gitanos para buscar en el fondo de la taza de café que mirada tenía el día siguiente y el que venía después. Sencillamente se insistía.

Caminamos el día cuarenta y dos del año cincuenta y se hace más lento. Los zapatos son los mismos. Sigue la camisa listada como si de una bandera que se niega al abandono. Se atesoran los libros y las canciones, necesario se hace buscar entre sus compases y poesía la vida de tantos decenios, pero todo está igual como el dormitorio sencillo del primer años en la universidad. Del diario del partido leído entre todos como si se tratara de la construcción de la muralla más alta para que el enemigo se haga más pequeño aún.

Otros también harán correr tinta, la necesaria, la fundamental, la de la memoria esa que tiene la risa de los compañeros de bancos del liceo, igual como el que a golpes de remo remontaban las olas para salir del puerto o del que fue escribiendo en un pizarrón pintado de verde una tras otras las letras para que los nuevos pequeños las ordenaran.

Bueno, así se pasaron tantos asuntos de la vida de los que nos quedamos para vivirla, contar detalles, gestos, formas de caminar, los silbidos y las piedras que se lanzaban a las ventanas para decir que mañana estaría el beso, ese fundamental para que la primavera se haga larga, tierna y dulce.

Miles de cumpleaños ya no son ni serán los mismos aunque se cante esa vieja canción, siempre estará la foto del abuelo con su overol de la maestranza colgada en la pared del living. Ese viejo al que los años se encargaron de hacerle las marcas en el rostro pero que se estiraba cuando el pequeño Manuel se subía a sus rodillas. En esa foto el abuelo tenía el pelo negro.

 

Por Pablo Varas

 

 

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Escritor

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