
Cuando finalmente lleguemos a comprender que por el bien de Chile y de nuestra región tenemos que superar todos los resabios bélicos y limítrofes decimonónicos que aún nos separan de nuestros países vecinos; ahí nos daremos cuenta –entre muchas otras cosas- de la insensatez de haber tenido, en la principal plaza de Santiago, un monumento al general que condujo la cruenta