Trabajo

1 de mayo en pandemia: la realidad del trabajo precario en Chile

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Estamos ante una nueva conmemoración del 1° de mayo y esta vez será diferente; no podremos salir a marchar masivamente como lo hemos hecho siempre debido a la pandemia por COVID-19, que tiene a gran parte del mundo en vilo.

Este hito histórico, especialmente en este contexto, nos lleva a preguntarnos sobre el estado del mundo del trabajo asalariado y su valoración. Esto no obsta la necesidad de considerar, en un análisis más profundo, el trabajo en su sentido amplio, es decir, incluyendo el trabajo no remunerado, las labores domésticas, de cuidado y la producción para el autoconsumo.

Nos enfrentamos a una situación turbulenta y a una fisonomía de los ocupados que ha sentido las repercusiones de las medidas de emergencia que han buscado dar más certezas al capital. Así, más de medio millón de trabajadoras y trabajadores se han visto afectados/as por la suspensión de su contrato o la disminución de jornada; otras personas han sido despedidas y la gran mayoría de quienes trabajan en la informalidad o a honorarios no tendrá ingresos suficientes para reproducir su vida en condiciones de seguridad.

Pero además de este impacto inmediato, cabe recordar un escenario estructural de precariedad arrastrada por décadas. Antes de la pandemia y del estallido de octubre de 2019, teníamos un mercado del trabajo que, bajo la apariencia de formalidad, escondía una serie de factores precarizantes que hoy sólo se han agudizado.




Por ejemplo, del total de empleos generados entre 2010 y octubre de 2019 un 34,7% fueron por cuenta propia y un 30% de asalariados externos, es decir, por subcontrato o suministro. Cabe considerar que la mayoría de los trabajos por cuenta propia en nuestro país corresponde a categorías no profesionales, de baja remuneración, con jornadas insuficientes y casi nula seguridad social. Por su parte, los empleos externos se asocian a remuneraciones más bajas, mayores riesgos laborales y a dificultades para organizarse colectivamente.

Junto con esto, tenemos que Chile es uno de los países que más trabaja, con 1990 horas al año, según cifras de la OCDE. Este es un fenómeno que combina dos realidades: una parte de la población trabajando en jornada completa o más y un tercio que labora en jornada parcial. Esto último, que ha sido presentado como una buena alternativa de flexibilidad, no ha dejado buenos resultados: la mitad de las personas part-time está disponible para trabajar más, lo que se conoce como subempleo horario.

Estas características del trabajo se combinan con bajos salarios para la gran mayoría, donde el 70% gana menos de $550.000 líquidos, según datos de la última Encuesta Suplementaria de Ingresos. Esta situación es aún más crítica para los subempleados ya que la mitad gana menos de $150.000 ($200.000 para los hombres y $120.310 para las mujeres). Estas cifras, unidas a la privatización de los derechos sociales y al costo de la vida en nuestro país (según la Encuesta de Presupuestos Familiares el gasto promedio de los hogares supera el millón 200 mil pesos), hacen que la gran mayoría de los hogares tenga que endeudarse, incluso para la alimentación. Actualmente, la deuda promedio de los hogares equivale a un 75% de su ingreso disponible, llegando a superar el 50% del PIB a fines de 2019.

Por último, la organización de los y las trabajadoras ha sido debilitada en estos 45 años, ya sea por razones sociopolíticas y/o por una estructura normativa que ha promovido su pulverización: hoy existen más de 11 mil sindicatos donde más de la mitad cuenta con 40 o menos socios y gran parte tiene menos de 5 años de vigencia.

En vista de estos desafíos, el gobierno ha cerrado filas ideológicamente con la fórmula de trabajo ultra flexible, para que en parte sean los asalariados los que paguen esta desaceleración mundial, que tiene carácter de crisis sistémica. Se promulga una ley sobre teletrabajo y seguramente se continuará con la agenda instalada en mayo de 2019 de “modernización” del empleo que busca modificar 16 materias en torno a la flexibilidad, además de crear nuevos tipos de empleo, como el trabajo en plataforma y el contrato de “formalización”, sin suficiente protección laboral.

Uno de los ataques más frontales al mundo del trabajo será entonces la multiplicación de instancias individuales para negociar condiciones de trabajo incluso desde la casa, desarticulando el derecho del trabajo y las posibilidades de acción colectiva.

Y no es sólo el trabajo asalariado el que está pagando esta crisis, sino que es el conjunto de hogares el que asume estos costos. En contexto de pandemia y con una crisis económica desarrollándose es aún más crucial levantar la bandera de la organización autónoma de los y las trabajadoras, con iniciativa y proponiendo sus propias agendas alternativas para combatir estructuralmente el peso de un sistema que nunca fue pensado para garantizar una vida digna para todos quienes viven del trabajo.

 

Editorial Boletín Fundación SOL

Santiago, 1 de mayo de 2020.

 



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