Columnistas

Martes 11 de septiembre de 1973. Una historia personal

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Esa mañana, Chile fue ocupado por su propio ejército, iniciándose la crueldad de lo que iba a convertirse en asesinatos masivos en contra de ciudadanos que se atrevieran a pensar distinto a la roñosa y miserable oligarquía.

La clase política chilena desconocía su propia historia e, inocentemente, creía que los militares nunca se atreverían a bombardear La Moneda y, ante el estupor de todos, se convirtieron en chacales, que tomaban presos indiscriminadamente, hecho que instauraba el terror por parte del Estado, y comenzaba a cometer horrendos crímenes en nombre del gobierno militar.

En mi familia sólo había políticos, curas y monjas, y nunca habíamos recibido como visita a un militar. Carlos Ibáñez del Campo había desterrado al Ministro del Interior, Manuel Rivas Vicuña, (mi abuelo materno), cuyo apodo era “Portalito”, debido a su parecido con el Ministro, Diego Portales, (fusilado por militares rebelados, en el Cerro Barón de Valparaíso). El presidente de la Cámara de Diputados, Rafael Luis Gumucio Vergara, mi abuelo paterno, (se había hecho famoso al dar la espalda al poderoso Ministro de Guerra, Carlos Ibáñez del Campo, cuando este General gozaba al burlarse de los parlamentarios), también fue expulsado por dicho militar. Mi abuela murió en Lovaina durante el exilio.

Mi hijo Rafael, en su libro Los Platos Rotos, Historia Personal de Chile, refiriéndose a mi madre, Marta Rivas, la describe de la siguiente manera: “¿Qué pasó en Chile que por puro miedo a los rotos  los caballeros se volvieron rotos?. Todos los que tienen fundo también son rotos. Este apego a la tierra es una cochinada. Mi papá tenía un fundo, al lado de Santiago, en la Pila del Ganso. Lo perdió por hacer experimentos en la agricultura moderna. Gracias a Dios yo me movía entre las vacas y los huasos.




Yo no sé por qué toda mi vida he estado rodeada de beatos. Mi papá era lo menos beato que hay. Hasta quiso ser francmasón, pero mi mamá no lo dejó. Las mujeres chilenas son muy tontas. Después me tocó mi marido que no creía en Dios, pero creía en los curas. La gente beata es mala, siempre dejan caer algunos chismes. Todos los beatos son tontos. Yo me sé la misa en latín de memoria, para mí ese Señor desnudo sufriendo tanto en la Cruz me parece una rotería y, además los beatos tienen tantos hijos, más tres hijos es una indecencia. Imagínate a mi suegro, este viejo de mierda santurrón, que seguramente está en el infierno por latero, mató a su pobre mujer haciéndole parir 11 veces, hasta que le cayó una niña tonta.

Además, yo tengo pitutos en el cielo. Has de saber que todos los santos chilenos son mis parientes. El Padre Hurtado era director espiritual de mi marido. El pobre trataba de confesarle sus pecados y el cura lo único que hacía era hablarle de política. Santa Teresita de los Andes era prima de mi marido; tenía un hermano que era bien simpático, con quien una vez nos encontramos en el Casino de Puerto Varas. Y tu abuelo le preguntó si era tan santa la santa. Qué va a ser santa, era una pava, dijo él. La otra a quien quieren canonizar es la Laurita Vicuña, también pariente mía. Era una tonta, no le gustaba que su mamá culeara con un argentino de lo más decente. Entregó su vida a Dios para que no siguieran culeando. Debían ponerla como santa patrona de los anticonceptivos”

No hay familia chilena que no tenga su propio relato de ese fatídico martes 11 de septiembre. Cada uno de los miembros de mi familia se ve obligado a seguir el camino de la clandestinidad y, posteriormente, el exilio.  Mi padre intentó llegar a La Moneda y, posteriormente, obedeciendo la orden de partido, se dirigió a la Calle Cienfuegos, lugar donde se encontraba la sede de la Izquierda Cristiana, y no quería, por ningún motivo, exiliarse. Decía a los jóvenes militantes del Partido que él, como era el más viejo, se quedaría al cuidado de la sede, pero la dirección lo obligó a exiliarse en la embajada de México, donde soportó sólo unos días y decidió salir a la calle sosteniendo que no podía exiliarse viendo que los pobres estaban siendo  brutalmente perseguidos, confinados y torturados.

Volvió a su casa, en Torres de Tajamar, y no tardaron en llegar los militares. Mi madre, profesora de castellano, había escrito en el ascensor, con perfecta ortografía, “”momios culeados”, que la denunciaba. Mi madre decía que no tenía miedo, y se negaba a exiliarse junto a mi padre, en la embajada de Venezuela. Mantener en la clandestinidad a un dirigente viejo no sólo caro, sino que también ponía en peligro a los jóvenes de la resistencia. Al final, la dirección del Partido lo obligó a exiliarse en la casa del embajador de Venezuela.

Cuando llegaron los militares al apartamento, mi madre retó al militar que ocupaba la silla, construida por su papá -según ella -. Otro militar se puso a leer la agenda de teléfonos que comenzaba con Rodrigo Ambrosio, (muerto antes del golpe de Estado), y la lista seguía las Alessandri, teléfonos que usaba para consultar a las adivinas y brujas. Mi madre regaño a los militares por abusadores e ignorantes, pues que ojalá los militares mataran a esas niñas por incapaces de haber previsto el golpe de Estado”.

Mi madre, en las manifestaciones, portaba una pancarta adherida a su espalda que rezaba: “llevo 50 años sirviendo al pueblo, pero un amigo le hizo ver la contradicción del contenido del letrero, (Marta Rivas pertenecía a la aristocracia chilena).

El Partido Izquierda Cristiana tenía un puñado de militantes en Valparaíso, y en cada manifestación debíamos repetir, varias veces, el recorrido para que la gente viera el gran número de militantes.

Ese martes de triste memoria me levanté muy temprano para ir a la Universidad Católica, donde me correspondía dirigir una aula, destinada a seminarios, cuyo tema trataba del V Congreso de la Internacional Comunista, en un estudio comparativo con los tres Frentes Populares, (francés, español y chileno), pero no alcancé a caminar tres cuadras cuando me encontré con un piquete de marineros, sin medir el alcance del golpe de Estado, que había comenzado en Valparaíso, con la ciudad tomada por la Marina. La verdad es que tenía muy poca ilusión en los grupos de seguridad del Partido, y sabíamos que había que seguir los pasos del general Augusto Pinochet que, en nuestra ingenuidad, lo teníamos calificado como constitucionalista y leal al Presidente de la República, Salvador Allende.

La Izquierda Cristiana que, en general, tenía pocos militantes y los jóvenes no habían hecho el servicio militar, sólo podían dedicarse a las labores de enfermería en un hipotético enfrentamiento.

Mi hermano Juan me contó que había visitado a don Bernardo Leighton, en su casa, y lo encontró tan indignado que había colocado las fotos en las aparecían los dirigentes Freístas, del sector de su Partido, La Democracia Cristiana, cuyos rostros estaban cubiertos con apósitos de gasa. (El “hermano” Bernardo, desde el comienzo, había rechazado las aventuras golpistas del ex Presidente Eduardo Frei Montalva y del dirigente Patricio Aylwin. Según el diputado Leighton, la directiva de la DC lo había engañado al negar que el famoso Acuerdo, redactado por Aylwin, no tenía por finalidad el justificar un golpe de Estado, sin embargo, bastaba con leer el texto, firmado por la derecha y la Democracia Cristiana, para entender que su finalidad era la de derrocar al Presidente Allende. Sin el apoyo de la Democracia Cristiana jamás los militares se hubieran atrevido a encabezar u golpe de Estado, mucho menos, bombardear el Palacio de gobierno, La Moneda.

Mi hermana Manuela, con un hijo de meses en sus brazos, Marco Antonio, andaba ocultándose de casa en casa, sin comprender que en la lista de los políticos más buscados se encontraba Miguel Enríquez.

Los detectives condujeron a Manuela y a su hijo a la embajada de Venezuela, acompañada por el Padre Esteban Gumucio, su tío. Los jefes de la DINA intentaron raptar al niño como señuelo para la captura de Miguel, pero afortunadamente, ante la desesperación de mis padres, pudieron refugiarse en la embajada.

Rafael Luis Gumucio Rivas (El Viejo)

06/09/2023

Bibliografía

Rafael, Gumucio, Los Platos Rotos. Historia personal de Chile, Edit. Sudamericana, Santiago, 2004

Faride, Zerán, O el asilo contra la opresión. 23 historias para recordar, Editores Paradox L¿tda., Santiago, 1991

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