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Dispararse en los pies (¡dos veces!)

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Una de las consecuencias de que en la mayor parte del tiempo desde el inicio de la transición a la democracia a nuestros días, los sectores de Izquierda cuando han estado en el gobierno no han contado con mayoría en el Congreso, ha sido que para lograr algunas de las reformas prometidas, han tenido que negociarlas con la Derecha.

Lo que se ha llamado la ‘política de los acuerdos’ ha sido aplaudida por algunos, especialmente en el ámbito empresarial y por quienes adhieren a una visión ideológica genéricamente liberal. Por otra parte, esa manera de hacer política ha sido criticada por los sectores más radicalizados de la Izquierda porque, si bien se consiguen algunos avances, ellos no satisfacen las demandas populares. Se ha visto que introducir cambios favorables a la mayoría “en la medida de lo posible”, expresión que acuñara el presidente Patricio Aylwin en referencia a la justicia, deja a esas mayorías afectadas con un “gusto a poco”. A la larga ello lleva también a que muchos de esos sectores se desilusionen de la política en general, lo que usualmente favorece a la Derecha.

Sin embargo, la verdad es que el problema no residiría tanto en que la Izquierda y la Derecha a veces logren coincidir en la implementación de ciertas iniciativas que por lo demás son ampliamente demandadas por la gente, sino en cómo se llega a esos acuerdos. En los hechos, al final la Derecha es la que se alza gananciosa y eso es por la simple razón que en más de una ocasión ha tenido negociadores más hábiles que los que ha dispuesto la Izquierda. Peor aun, la Derecha se las ha arreglado para envolver a los partidos de la Izquierda en su propio entramado ideológico. Así, ocurre que derechistas e izquierdistas terminan a veces “entonando la misma canción”.

Un primer ejemplo que salta de inmediato fue respecto del voto obligatorio. Aunque en un comienzo la Derecha no estuvo muy embarcada en la idea, a poco andar sus estrategas advirtieron que tenían un arma a su favor. Para la Izquierda entonces, el argumento fue que, dado que mucha de la abstención electoral se daba en comunas de bajos ingresos, si el sufragio se hacía obligatorio, esos sectores populares se deberían volcar a favor de ella. Como hemos visto en los últimos comicios, ello no ha sido así. La “conciencia social” o “conciencia de clase”, conceptos que podían haber estado muy vigentes en los años 60 del siglo pasado, ahora no se condicen con la realidad. Simplemente ese grado de conciencia en la población de bajos ingresos ya no existe, en gran parte porque los partidos de la Izquierda descuidaron el trabajo de educación política, aunque también hay otros factores que han contribuido a esa despolitización de los sectores populares.




El voto obligatorio como se ha visto, no se tradujo en un masivo respaldo a la Izquierda sino que, en muchos casos, favoreció a la Derecha. Por cierto, el discurso de esta última explotaba sentimientos muy básicos con conceptos como “el deber ciudadano”. Por momentos también se llegó a instalar el temor de que si el porcentaje de abstención electoral aumentaba y llegaba al 50 por ciento o más, las instituciones perderían legitimidad y eso llevaría, ¡horror de horrores! a una crisis. Ha sido casi cómico escuchar a dirigentes socialistas repitiendo el mismo mensaje. Uno bien podía decir ¿y desde cuándo ese pánico a las crisis? Después de todo, las instancias de crisis política a menudo han posibilitado salidas revolucionarias o al menos, procesos de cambios mucho más profundos que los que se pueden lograr en tiempos normales.

Por último respecto al tema del voto obligatorio, el sufragio es un derecho y como tal es absurdo hacer obligatorio su ejercicio, es de la naturaleza de los derechos el que sean opcionales. Pero, la mentalidad autoritaria que prima de manera transversal en la sociedad chilena al final ha impuesto esta obligatoriedad.

Si al imponer el voto obligatorio los sectores de Izquierda que lo apoyaron se dieron un disparo en los pies, ahora están prontos a darse otro, cuando algunos intentan insistir en imponer un umbral mínimo de un 5 por ciento de votación para poder elegir parlamentarios. Uno tendría que rascarse la cabeza y decir “¿Y esta gente que coincide con la Derecha en pedir que se imponga ese umbral, no se ha percatado de las cifras electorales de su propio sector?”  Considerando los números de los más recientes comicios (municipales y regionales) vemos que si bien partidos pequeños de la Izquierda que no se incorporaron al Frente Amplio como el Partido Igualdad, la Acción Humanista y el Frente Regionalista Verde Social podrían quedar fuera del Congreso pues estuvieron bajo ese 5 por ciento, la misma suerte podrían correr partidos que se sitúan en el campo progresista como el Partido por la Democracia (con un 4.4% y cuya desaparición muchos no la sentirían, si he de ser franco), el Partido Demócrata Cristiano (4.7%) y el Partido Liberal (1.9%), ya que todos ellos estuvieron por debajo del 5 por ciento de apoyo en las últimas elecciones.

Pero esa poca atención a los números se hace aun más paradojal en el caso del Partido Socialista que con un 6.1% de apoyo electoral podría estar amenazado también si su consistente tendencia a la baja se mantuviera, ya que apenas supera por poco más de un punto el umbral que uno de sus senadores, Alfonso de Urresti, quiere imponer a toda costa.

El argumento principal para insistir en esta reforma se basa en que el actual sistema favorecería la proliferación de partidos pequeños que dificultan la gobernabilidad. A veces esos partidos no tendrían ni siquiera una coherencia programática mínima y han surgido en torno a una figura con cierta presencia mediática como ha sido el caso del Partido de la Gente o por impactos circunstanciales de momento como fue la Lista del Pueblo en las elecciones a la primera convención constitucional. Aunque esas objeciones pueden ser reales en casos específicos, ellas no justifican lo que en los hechos sería un intento de restringir la expresión democrática de la ciudadanía. La llamada fragmentación política, que se refleja en la composición de ambas cámaras del parlamento, a su vez retrata la fragmentación ideológica existente en la población chilena en este momento. No es por lo demás la primera vez que ello ocurre, a comienzos de los años 50 y en especial durante el gobierno de Carlos Ibáñez hubo también una gran proliferación de partidos.

En gran medida esa fragmentación sucede porque los partidos más tradicionales, en todo el espectro político, son percibidos por la ciudadanía como incapaces de interpretar sus demandas, intereses y—por qué no decirlo—hasta sus sueños. En la Izquierda, el Frente Amplio (FA) especialmente por su impronta generacional, surgió como respuesta a esas inquietudes de gran parte de la ciudadanía y su presencia cuando apareció fue de un conglomerado muy fragmentado  (sólo ahora las múltiples formaciones han decidido unirse en un solo partido, aunque algunas han decidido mantenerse como tiendas apartes). Grupos que aspiran a reclamar el llamado centro político también contribuyen a esa fragmentación porque no se sienten representados por aquellos que históricamente reclamaron ese espacio, allí han surgido los Demócratas de Ximena Rincón y los llamados Amarillos. En el campo de la Derecha es en su versión más extrema donde esa fragmentación política se hace muy patente, con el Partido Republicano de  José Antonio Kast y los Libertarios de Johannes Kaiser, sin olvidar a los Social Cristianos, que buscan canalizar el voto evangélico.

Los partidos tradicionales de la Derecha, en cambio, a excepción de Evópoli, no ven con inquietud un eventual umbral del 5 por ciento ya que Renovación Nacional con un 15.7% y la UDI con un 10.2% no serían afectados por un hipotético umbral; por el contrario, ambos se beneficiarían si eventuales competidores en la extrema derecha o los que reclaman ser centristas como Demócratas o Amarillos desaparecen del mapa electoral.

En definitiva, si hay un clima de decepción respecto de los partidos tradicionales que favorece la irrupción de grupos que aparecen primero como marginales, pero que ocasionalmente logran ascender en las preferencias populares, la respuesta a esa situación también debe venir de esos partidos aparentemente desplazados. En las filas de la Izquierda, en particular en partidos como el Socialista, han sido prácticas que la gente repudia y que los presenta como “un partido más”, preocupado de disfrutar de las granjerías del poder más que de promover los cambios que la sociedad requiere, lo que hace que la gente los abandone. Ante ese vacío que los partidos dejan, se abre todo un abanico de gente, a veces con un mensaje nuevo y con propuestas interesantes como han hecho en muchas partes los grupos ambientalistas o las feministas y que los partidos especialmente en la Izquierda deberían también incorporar. Sin embargo, en un medio despolitizado como el chileno, también ese vacío puede abrir la puerta a mensajes como los de la ultraderecha conteniendo ingredientes de fácil asimilación por la gente más simple.

Pero si un argumento final es necesario, habría que decir que si ante ese peligro de fragmentación, a veces desideologizada, se quiere responder restringiendo el acceso de las corrientes de opinión consideradas marginales a la esfera política, tal propuesta simplemente no es nada de democrática.

 

Sergio Martínez (temporalmente en Ñuñoa)

 



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