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Haití: ¿La violencia como estrategia?

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Se ha hecho habitual considerar a Haití como un caso aislado, mostrando siempre los tristes récords de un pequeño país caribeño que sufre, entre otras cosas, pobreza endémica, desnutrición, altas tasas de mortalidad, desempleo, violencia urbana, tráfico de toda especie, y la transformación mafiosa de la economía y de la sociedad. Algunos considerarán esta tragedia como un castigo incomprensible del destino, sin embargo, esta situación no es la consecuencia de la mala suerte de todo un pueblo o un accidente de la historia. Es el resultado de un largo proceso de desestabilización, a través de agresiones internas y externas perfectamente explicables y en completa vinculación con lo que pasa en otros países de América latina y África. El estado fallido de Haití es una construcción histórica.

Mientras que como resultado de la guerra en Serbia la prensa está preocupada por el alto número de armas en circulación en ese país, Haití tiene números similares sin una guerra, contando además con una presencia masiva de la comunidad internacional que llegó no sólo después del terremoto de 2010, sino desde el fin la dictadura de los Duvalier en 1986, después del retorno del presidente Aristide con la intervención de los Estados Unidos en 1994, y a través de una fuerza de ocupación dirigida por Brasil entre 2004 y 2017. En esto, la Resolución n°940 de la ONU (1994) marca un hito en la historia de las relaciones internacionales, pues ha sido la primera vez que se ha autorizado el recurso de la fuerza para restaurar la democracia en un país miembro.

Ante estos hechos, hay que reconocerlo, es lamentable quedarse con los aspectos endémicos de la situación haitiana, o mantenerse en la costumbre de contemplar la impotencia de la comunidad internacional, todo esto, por cierto, sin comprender apropiadamente cuál es realmente el problema. De hecho, Haití es considerado hoy mismo en función de un prisma político mucho más amplio. Por un lado, la expresión “comunidad internacional” debe ser reconstruida en el marco de las problemáticas actuales, pues la transformación del modo en que los Estados Unidos se implica en las relaciones multilaterales y la recomposición de los polos de influencia con el crecimiento en el poderío de China y el retorno de Rusia, sobre todo, son elementos que cambian de modo importante el cuadro de la post-guerra fría. Ya no existe una voz dominante encargada por las instancias de la ONU, la OMS o el TPI. Por otro lado, en lo que concierne a Haití, la frase “comunidad internacional” está presente más bien por una suerte de lobbismo que ha tomado forma a partir del año 2000, por parte de un grupo consultivo de países unidos bajo el lema “amigos de Haití”, entre los cuales está obviamente Estados Unidos, Canadá y Francia, pero igualmente del lado latinoamericano Venezuela, Chile, Argentina y México. De allí ha emergido más recientemente el CoreGroup, como una entidad más restringida que se presenta como una organización intergubernamental en la cual participan la ONU, Brasil, Canadá, Francia, Alemania, España, los Estados Unidos, la UE y la OEA. En la práctica, este CoreGroup, es decir, esencialmente los Estados Unidos, Canadá, Francia, la UE y Brasil, no constituye una representación de la comunidad internacional, constituye más bien el dispositivo local y aparente del gobierno de transición de Haití. Éste está dirigido por los Estados Unidos y administrado por una marioneta que oficia de Presidente/Primer ministro. Los Estados Unidos intervienen a través del CoreGroup, pero también de forma independiente. A pesar de que sus miembros se refieran en público al consenso entre “aliados”, no se debe caer en confusiones, pues ninguno de ellos corre el riesgo de oponerse a la voluntad de Estados Unidos, y no se atreven a firmar como pares el paso a posiciones que difieran sobre Haití. De esta forma, Estados Unidos fija las orientaciones y la hoja de ruta de este gobierno de transición, mientras que los demás miembros se acomodan y siguen su ritmo. En el plano local el CoreGroup es el reflejo del unilateralismo estadounidense en los asuntos haitianos; aquí hablar de comunidad internacional es incongruente y anacrónico.

En Haití esta gobernanza transnacional ha estado presente en todas las transiciones electorales desde 1987, manifestando sin tapujos sus preferencias políticas durante los escrutinios. Además es claro que el retiro masivo de agencias internacionales en 2015 después del fracaso de la reconstrucción, y el repliegue diplomático durante los dos años de pandemia, no han hecho más que empeorar las cosas. Por otro lado, los ejemplos de injerencia  han sido numerosos estos últimos años, como las elecciones fraudulentas de 2012 que permitieron la toma del poder por Martelly, el comunicado de la BINUH/CoreGroup para jactarse de los méritos por el reagrupamiento de las bandas criminales del G-9, el apoyo total del gobierno estadounidense y del CoreGroup a Jovenel Moise después de la destitución de los diputados y la parálisis del Parlamento, el apoyo unánime del CoreGroup incluso al mismo presidente Moise durante todo el periodo en curso —del cual también son parte—, en donde él y el PHTK han neutralizado a la policía nacional y han ayudado al posicionamiento de las primera bandas criminales con la entrega de armas, municiones y protección.




En Haití la llamada comunidad internacional no es un actor externo y neutro susceptible de transformarse en un último recurso, al contrario, es un actor interno protagónico. Está totalmente implicada en la debacle del país, fija las reglas del juego, las prioridades, la agenda del gobierno y las líneas rojas que no se deben sobrepasar. Por otra parte, haciendo la vista gorda sobre algunas iniciativas del gobierno local, decide a fin de cuentas lo que está permitido. Cuando no está de acuerdo, lo manifiesta brutalmente y sin escrúpulos. En la lógica del gobierno haitiano está permitido todo lo que no esté explícitamente prohibido por los Estados Unidos y el CoreGroup.

Entonces, ¿por qué se debería golpear una vez más la puerta de esta “comunidad internacional”, como si ella tuviera la clave de la solución o impidiera su realización? Su presencia continua en el país desde 1994 no ha impedido la emergencia ni la proliferación de las bandas y de la violencia, ¡al contrario! Por otro lado, en la medida que es un actor interno en todo el sentido de la palabra, influyendo sobre todas las decisiones de la vida en Haití, dicha “comunidad”, en sentido estricto, no opera como una instancia externa de resolución de problemas. Esto es una ficción, por tanto, la cuestión debe ser planteada desde otra perspectiva. Para comprender apropiadamente la situación y evitar así su repetición, es necesario salir de la tragedia de Haití, del aislamiento haitiano (Gang/PHTK/Ariel Henry/CoreGroup), para reposicionarla en un contexto geopolítico más amplio. Sólo una aproximación de ese tipo permitiría comprender la continuidad que existe en la lógica colonial de los Estados occidentales en relación con los países del sur y, en particular, entre Haití y otros estados “fallidos”.

De hecho, ya no existe la comunidad internacional imaginaria a la cual se dirige el mensaje en favor de Haití; éste es el mayor problema que debe enfrentarse antes  de lanzarse en una hipótesis para la salida de la crisis. En este punto hay que tener claro que las estrategias subyacentes en el orden internacional han cambiado radicalmente en función de las urgencias de la crisis climática y la crisis energética. A partir de ahora las relaciones entre países están sometidas a dos cuestiones fundamentales: por un lado, el acceso a los recursos raros necesarios para el despliegue del crecimiento digital; y por otro, el aseguramiento de las reservas energéticas necesarias para gestionar una transición post-carbón lo más llevadera posible para las economías ricas. Esta nueva ecuación ha permitido a un conservadurismo radical imponer sus ideas sobre la necesidad de un cambio en el orden internacional, ideas que privilegian una perspectiva unilateral y competitiva, en donde las situaciones anárquicas son percibidas como oportunidades. Este cambio se ha hecho más patente con las decisiones impulsadas por Donald Trump, y se mantiene actualmente sin una reorientación significativa en lo que concierne al menos a América latina, Centroamérica y el Caribe.

Desde esta perspectiva, el fenómeno de las bandas armadas es un indicador particularmente significativo, igual que su articulación con el tráfico de drogas y la trata de personas. Las armas de que disponen no son producidas en el país, y su compra supone el acceso a redes y recursos que superan por lejos los medios de los usuarios finales. En Haití, una comisión presidencial encargada del desarme de las bandas, mantenida por la oficina de la ONU local, ha posibilitado el reagrupamiento (llamado G9) de diferentes bandas, cuestión que mostraría el carácter controlable de estas organizaciones y la capacidad de identificar a los verdaderos interlocutores (de hecho los financistas) de estas bandas. Estas organizaciones alimentadas desde el exterior por redes del tráfico internacional, no son más que la parte visible de una nueva estrategia de control del orden internacional que permite desestabilizar los regímenes hostiles, como Venezuela, o inseguros, como Bolivia o Perú, promoviendo soluciones autoritarias en poblaciones cansadas de los conflictos. De este modo, la estrategia de desestabilización hace posible que el bandidaje y la criminalidad se transformen en nuevas modalidades de gobernanza en algunos países del sur. Por ello, lejos de ser una anomalía, la violencia es una opción estratégica. Se hace todo para “normalizar” y enseñar a los ciudadanos a “coexistir” con esta nueva normalidad. El retraso en una respuesta efectiva ha permitido a las bandas ser parte de este diseño. El alza y la consolidación de estos grupos revela una estrategia mucho más amplia de normalización de un Estado fallido para el caos y la violencia.

No sin razón el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador rechazó participar en junio de 2022 en la Cumbre de las Américas. En este sentido, para él, esta política de Estados Unidos sobre el conjunto de la región es claramente un agente de desestabilización. Esto es lo que se puede verificar, por ejemplo, a través de la expulsión masiva de delincuentes y de indocumentados hacia sus lugares de origen, en los graves efectos generados en los países afectados por el narcotráfico y la nula acción de los Estados Unidos por desmantelar las redes de distribución de droga y reducir la demanda, y el débil compromiso en la lucha contra el lavado de dinero y activos. En México, los cárteles más poderosos usan drones para vigilar e imponer su ley, incluso con redadas, como en Michoacán en 2021.

En el contexto de esta ola neoconservadora que orienta las elecciones estratégicas de los principales agentes del orden internacional, hay todavía un último elemento que debe ser considerado. Se trata del alineamiento de otros agentes concernientes que, fragilizados por la guerra de recursos impuesta por las economías de transición, buscan mantener un status quo favorable. A partir de ello, las discordancias entre “países amigos” —que muchas veces hubieran podido actuar en favor de Haití— ya no están en la agenda del neoconservadurismo, en donde las estrategias implementadas en Haití son replicadas en otros países de la región. Ante tal situación, la urgencia no puede estar en iniciativas que declaren por enésima vez una transición apoyada por aliados disidentes —inexistentes— y que el nuevo orden mundial evidentemente no conoce. Lo urgente radica en asumir un orden decolonial. Este último pasa por la lucha contra el trato injusto infligido a los migrantes, contra las deportaciones que desconocen las convenciones sobre DD.HH, pero también por el congelamiento de los activos de los financistas de las bandas, por la persecución contra todos los implicados en el tráfico de armas y de municiones, en fin, una vigilancia estricta sobre las exportaciones de ese tipo. Esto, en el marco de un proceso de asistencia judicial, se hace aún más urgente en Haití, tal como un tribunal anticorrupción para perseguir y juzgar a políticos y hombres de negocios implicados en el desvío de los pocos recursos del Estado, de los fondos PetroCaribe (acuerdo petrolero con Venezuela) y el financiamiento de las bandas. De hecho, las sanciones internacionales no han tenido ningún efecto sobre los responsables de los fraudes ni sobre los criminales, fracasando completamente en su respuesta ante el orden social y político que produce la violencia. Sólo un tribunal anticorrupción local puede aportar una respuesta a la impunidad. Por tanto, se trata de medidas que pueden generar una verdadera ruptura en el engranaje infernal que mantiene el neoconservadurismo en su estrategia de desestabilización. Lo que se puso en pausa por el Covid-19 es también el rol decisivo que puede jugar, en esta lucha, una sociedad civil internacional que se ha mantenido desconectada de la realidad a partir de un cierto discurso tranquilizador. En fin, ¡una oposición digna de ese nombre en contra de la violencia imperialista!

 

Por Marc Maesschalck y Jean-Claude Jean

*Marc Maesschalck es filósofo, profesor titular y director del Centro de Filosofía del Derecho (CPDR) de la Universidad Católica de Lovaina.

**Jean-Claude Jean es filósofo, asesor de gobernanza y justicia en Puerto Príncipe. Fue también director de la Oficina de Desarrollo y Paz en Haití.

(Los autores han co-escrito Transition politique en Haïti (L’Harmattan, 1999) y han contribuido al libro colectivo Les défis d’un nouvel internationalisme (Weyler, 2021).

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*Marc Maesschalck es filósofo, profesor titular y director del Centro de Filosofía del Derecho (CPDR) de la Universidad Católica de Lovaina. **Jean-Claude Jean es filósofo, asesor de gobernanza y justicia en Puerto Príncipe. Fue también director de la Oficina de Desarrollo y Paz en Haití.

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