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Marcela en el país de los lotófagos

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En la Odisea, Homero relata las aventuras del astuto Ulises en el país de los lotófagos, seres que se alimentaban exclusivamente de una deliciosa flor llamada Loto, que tenía la propiedad de hacer perder la memoria. Cuando alguno probaba la exótica flor, caía en un estado de completa felicidad, totalmente extasiado con su presente más inmediato; sin necesidad de pasado, incapaz, por lo tanto, de tener un verdadero futuro. Ulises supo que, si él y sus compañeros no escapaban de la isla de los lotófagos, nunca regresarían a Ítaca.

 

Los lotófagos vivían existencias dulces y eran sumamente amables, atrapados en un hoy que no es más que un gran “¡da lo mismo!, ¡goza!”. ¿Qué significa ese goce hoy? Que cada cuál pueda perderse, ensimismado como Narciso, en la contemplación de sí mismo: de sus disfrutes, de sus necesidades, de sus deseos, de sus afectos y emociones más íntimas. Se nos vende una versión de la felicidad como sinónimo de amarse a uno mismo, que no es sino un “bastarse a si mismo”; no necesitar del otro, no atender sino a uno mismo como una especie de “liberación” de las incómodas exigencias de los demás. Zafarse del miedo a lo que los y las otras pueden significar en la vida: rechazos, juicios, decepciones, frustraciones, abandonos. Como los lotófagos, la condición necesaria para ser feliz uno mismo es consumir olvido. Como las historias de Instagram, los recuerdos que no potencian el Yo, que no embellecen nuestra imagen, que no nos pintan poderosos y soberanos ante los otros serán ocultadas o se desvanecerán.

 

Como proyectiles lanzados a devorarse el presente a través a través de placeres más y más intensos, el lema de nuestra sociedad es: “la que puede puede, y yo puedo”. El yo es poder. Es olvidar que a veces no podemos, que realmente no lo necesitamos, o que no debemos. Que no nos bastamos a nosotros mismos, ni que nunca los demás dan lo mismo. Que vivir es lidiar, pactar y disfrutar con los otros.

 

La libertad de los lotófagos no es más que una trampa. Nuestra trampa es la de que la felicidad del yo sólo se alcanza adaptándose más y más a los imperativos del sistema, cueste lo que cueste. Lo triunfos del yo necesitan, además de una imagen seductora y atrayente, un buen empleo, un buen sueldo, buenos contactos, buenas referencias: una educación que efectivamente funcione como la mejor agencia de empleo. La educación es una inversión: de ello dependerá que nuestra tasación en las bolsas del éxito y la reputación no se desplomen nunca. Eso requiere que la escuela provea un “kit” de habilidades o competencias sumamente específicas en función de la carrera, el empleo y el sueldo.




 

Como en el juego “La Gran Capital” lo que se trata es de sortear obstáculos – pruebas, exámenes, admisiones, informes de personalidad – para alcanzar la meta. Desde luego, los capitales de partida están brutalmente mal distribuidos en nuestra sociedad: unos partes con muchas propiedades – hasta barrios enteros – a su disposición, y otros tienen que resolver mes a mes como sobrevivir. Cada uno seguimos en nuestra loca carrera sin percatarnos de cuán predispuesto esta todo por los vaivenes de los mercados y los ritmos del capital. Hipotecamos toda nuestra existencia (tiempo, vida, relaciones, afectos, creatividad, etc.) para participar de una fiesta donde nunca alcanza para todos. La contratapa de nuestras sobreexpuestas felicidades es este sacrificio y deuda crónica con la sociedad.

 

Bajo estas condiciones, no es sorprendente que las Humanidades y las Artes estén a la baja, sobre todo a los ojos de los que deciden y monitorean las políticas educativas. Ellos parecen convencidos de que toda la cuestión se agota en cómo la escuela se adapta a las nuevas realidades: a los cambios en el trabajo, a las innovaciones tecnológicas, a las dinámicas de los mercados, a las nuevas tendencias etc. Hay que “quitar la grasa” de las escuelas, para que los saberes estén al servicio de la vida, es decir, sean funcionales al imperativo de adaptarse a lo que hay. La escuela como “carrera de obstáculos” sobresatura a los estudiantes de información cuya razón de ser se agota en la respuesta a un examen. La conexión entre lo que enseña la escuela y la experiencia humana– en su amplio sentido de la palabra – se está perdiendo, porque eso supone distanciarse de lo inmediato, de lo meramente funcional, de lo que puede rentabilizarse.

 

Desde luego que la Historia, desde esta perspectiva, no encaja; no puede hacerlo. Quizás sí encaje si se la entiende como mera acumulación de fechas y nombres o un relato justificador de lo que es nuestra sociedad y sus instituciones. Pero ya ni eso es necesario, según afirman los nuevos profetas del futuro: el saber ya está ahí dispuesto y procesado en las redes informáticas; los individuos ya no necesitan de ningún relato sobre su sociedad o las instituciones: ellos y su felicidad son lo único importante. Vivimos en una sociedad post-ideológica, dicen. Sin embargo, la pregunta sobre quienes somos y por qué somos como somos persiste, y ella no puede disociarse de cuáles y cómo han sido los caminos que hemos cruzado para llegar a este momento.

 

Como sea que se la plantee, la historia nos empuja a situarnos en un cuadro más amplio y complejo que el yo y su presente. Es un esfuerzo de comprensión. Mientras la educación sea entendida como un “pack” de aplicaciones que instalar en nuestra personalidad para resolver problemas puntuales, perderemos de vista lo que hace la historia: captar los movimientos o procesos claves del pasado que nos han traído hasta este punto. Y este punto, nuestro presente, es crítico, a unos pasos de ser catastrófico. Hoy el ser humano es una especie animal desorientada que sabe que le queda poco tiempo. El capitalismo, la democracia, el estado, los avances tecnológicos, la cultura, el medioambiente son nombres de problemas, son ámbitos de preguntas más que de certezas.

 

La historia nos ayuda a ubicarnos más allá de lo inmediato. Los lotófagos son felices en la inmediatez simple del cortoplazo, la historia nos recuerda que pertenecemos a mediaciones más largas, complejas y conflictivas. Por ello nos recuerda los límites de la acción humana: nos trae a la memoria colectiva las víctimas, los sufrimientos, los horrores, los errores, los fracasos, las vergüenzas e insensateces de nuestras sociedades. Como dicen muchos, no se puede construir un presente ético sin la historia. No hay juicio sin comprensión, y no hay comprensión que no sea histórica.

 

La educación consiste en introducir a los más jóvenes en el mundo humano, que es un mundo de sentidos y significados. Educar es por lo tanto desarrollar una sensibilidad e inteligencia histórica. Se trata de que cada estudiante, que niños y adolescentes, en conjunto, puedan preguntarse; ¿en qué mundo he venido a caer? ¿Cuál es su historia? ¿Cómo entra mi propia historia en este mundo? ¿Qué otras historias existen? ¿qué esperamos de este mundo, qué queremos hacer de él?, etc. La historia no es sólo el campo de lo fugaz y perecedero. Es también la atención a lo atesorable, lo que es digno de ser cuidado, lo que no debe ser olvidado porque hace más habitable y humano nuestro mundo. Es el gesto del adulto de levantar a las generaciones nuevas por sobre la tiranía de lo que hay en el hoy. Establecer herencias, sentidos, continuidades es también un gesto de responsabilidad hacia el futuro. La historia es más que nunca necesaria cuando se promueve un juvenil desprecio por la adultez y donde los adultos nos negamos a hacernos cargo del mundo que hemos heredado y reproducido.

 

Considerar que la historia es un mero conjunto de contenidos que se pueden repartir en una cantidad acotada de años, que luego, en plena etapa crítica de maduración social e identitaria, puede ser una cuestión de preferencias y gustos, constituye otra forma de olvido, mucho más profunda. Lo que se esta haciendo es empobrecer nuestra relación con el mundo, estrechando nuestro pasado y futuro. El gesto lotófago de este y otros gobiernos, de reducir cada vez más el papel de la historia y las humanidades en general, parece responder al mismo ensimismamiento con el presente que, a la larga, es una forma brutal de ceguera e ignorancia.

 

Por Martín De la Ravanal G.

Profesor de ética y filosofía social

(USACH – U. Alberto Hurtado)

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