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Hace mucho tiempo que pienso que es deber de todo ciudadano no abstraerse de aquellos acontecimientos que por sus dimensiones pueden modificar sustancialmente el perfil de las relaciones socio-culturales del país en que habita.

Por ello durante una estadía en la Segunda Bienal de Arte de la Ciudad de Temuco (1997) le pedí al pintor José Balmes con quien éramos jurado junto a Milán Ivelic, que me ayudara a contactar con algún líder mapuche para hablar sobre lo que había sucedido hacia solo unos días en Lumaco, donde por primera vez habían sido quemados a modo de protesta tres camiones de una industria maderera.

Desde que había leído la noticia este acto incendiario me parecía lejos de la manifestación de un conflicto aislado que pudiera resolverse echándole la culpa y castigando a un grupo reducido de personas que delinquieron contra la propiedad privada. Había en este evento indicios de ser algo mucho más complejo y que en su fondo anidaba el concepto de cultura y de pueblo que el Chile pos-dictatorial debería reformularse.

Esto, puesto que el pueblo mapuche – a quien por extensión se le asoció de inmediato la quema de los camiones- desde la óptica de la globalización y visto desde la situación geopolítica de la posmodernidad, es equivalente al pueblo palestino, armenio, o checheno, vale decir un pueblo sin territorio y que vive bajo el dominio de un estado extranjero que lo derrotó por las armas. Toda otra versión es solo romanticismo inspirado en un concepto estrecho de país.

Hace ya un buen rato que es hora de aceptar que Chile culturalmente es un pueblo occidental que ha surgido en el abrazo (no siempre voluntario) de una multiplicidad de individuos y grupos étnicos principalmente europeos y amerindios, que han decidido o han sido forzados a convivir y sostener una identidad común. También es hora de aceptar que nuestra historia republicana nos retrata como un país que ha expandido su soberanía sobre tierras ganadas en conflictos bélicos, y que sobre ellas hemos ido construyendo un sistema político estrechamente ligado a sectores armados de la sociedad.

El peso militar en la cultura local no es un capítulo escrito exclusivamente desde 1973. Sus hombres de armas, quiérase reconocer o no, son personajes indivisibles del tejido cultural participando activamente en el orden patriarcal republicano desde sus orígenes.

La cultura política/republicana construida en Chile durante los siglos XIX y XX se caracterizó por nutrirse de símbolos estructurados en países fuertemente expansionistas y militarizados como Alemania e Inglaterra, y nuestra visión de nación homogénea se sobrepuso en el discurso oficial sobre la pluralidad de cosmovisiones que habitaban y habitan en el territorio. Así fuimos expandido la visión occidental sobre el pueblo Quechua, Aimara, Picunche, Huilliche, Diaguita, Atacameño, Rapanui, Selknam y Mapuche entre otros, e incluso dando convenientemente por exterminados a pueblos milenarios como Chonos, Kawésqar y Yaganes.

M2 Santiago Estadio Nacional Aylwin marcha asunción Aylwin. Foto. Luis Weinstein

Una visión aplastante transmitida por la educación a nivel nacional fue cimentando en el inconsciente colectivo la sensación de unidad resuelta, ignorando el sustrato de la diversidad. La cosmovisión de una república occidental ha sido a nivel cultural el horizonte y el soporte para controlar militarmente, tanto las zonas ganadas en guerras al inicio de la vida republicana como sobre los territorios de las mal denominadas precolombinas.

En esta concepción de unidad territorial/cultural/económica/política, Arauco se evidenció como el nicho más claro que impedía el acceso a ese Sur por el cual murió el propio Pedro de Valdivia y que pertenecía a un Chile inventado primero por célula real y luego por leyes republicanas.

Es un hecho incuestionable que desde el punto de vista de la nueva república la zona mapuche cortaba el territorio nacional, por lo que su integración /pacificación era de perogrullo y su precio no se vio nunca muy alto. Poco sabemos hasta hoy de los miles de vidas y cientos de comunidades arrasadas bajo las órdenes de los pacificadores, algo más de las felicitaciones y ascensos otorgados a Cornelio Saavedra (militar y político) y al coronel Gregorio Urrutia (verdadero gestor del plan) cuando declararon que Arauco estaba domado en 1883.

El paso siguiente fue la inserción obligada de toda esa nación a la cultura oficial chilena, lo cual se emprendió con tanta fuerza que cimentó en el imaginario la idea de que todo había acontecido muchísimos siglos atrás, cuando en realidad se inició a fines del siglo XIX, lo cual para la mayoría de los chilenos actuales implica solo cuatro o cinco generaciones (bisabuelos o tatarabuelos).

Durante la secuencia de gobiernos democráticos que gobernaron la Araucanía después de la guerra, es decir desde Domingo Santa María (1881-1886) hasta Salvador Allende (1970-1973), el pueblo mapuche perdió una buena parte de su territorio en transacciones que ameritarían una revisión seria, ya que muchísimas de ellas fueron producto de vergonzosas estafas. Las usurpaciones se verán fortalecidas a un nivel escandaloso durante la dictadura militar liderada por Augusto Pinochet, la cual favoreció a empresarios afines al régimen instalando una verdadera y bien implementada Contra reforma agraria, administrada a través del Comité Ejecutivo Agrario, con lo cual restituyeron el orden de los latifundios.

Paralelamente una nueva estrategia de altísima eficiencia fue instalada poniendo en riesgo al pueblo mapuche y su cultura: las plantaciones de pino y eucaliptus reguladas por el Decreto de Ley 701 (DL 701), que este año cumple 50 años, habiendo sido promulgada en 1974.

Esta instancia no solo contempló una dimensión económica sino también una operación simbólica, ya que nació destinada a modificar radicalmente el territorio realizando la metamorfosis de la tierra, su flora y su fauna, desde su condición de cosmos sagrado (Walmapu) al de mera mercancía ( industria forestal).

La visión neoliberal, occidental, y militarizada que se instalaba en Chile comprendía bien que los mapuches seguían (y siguen) entendiendo que son un pueblo que se identifica esencialmente con su entorno, autodefiniéndose:  mapu/tierra (país), che/persona, por lo cual esta operación de reconversión del bosque nativo en monocultivos favorecería el desarraigo del pueblo mapuche con su territorio.

Con la oscura intensión de erradicarlos del Walmapu se genera este nuevo proceso colonizador que se instalará gracias a un incentivo totalmente desproporcionado y pagado con los impuestos de todos los chilenos (incluidos los de la Araucanía). El proyecto bonifica (fundamentalmente a un puñado de familias) con el 75% del valor de cada forestación realizada, liberándola además del impuesto territorial que grava los terrenos agrícolas, de la renta presunta, del cálculo del impuesto Global Complementario y los efectos de la ley de impuestos sobre herencias, asignaciones y donaciones.  (Ver. Título VI. DL  701. Artículos 20°y 21°).

Es indudable que estos incentivos a la industria forestal, generados en principio para 10 años, mantenidos por más de 40 años y en la actualidad solo parcialmente suspendidos, superan por mucho la barrera de una lógica económica beneficiosa para el país en su conjunto (son varios los estudios que asocian en la Araucanía plantaciones con pobreza).

Su concreción implicó sustituir el bosque nativo, es decir a un ecosistema que se autogenera con abundante y variada flora y fauna, influyendo directamente en el clima y en la vida de la tierra que lo alberga, para instalar monocultivos de especies foráneas, altamente combustibles, que se cosechan en ciclos económicos y no naturales, degradando la calidad de los suelos hasta hacerlos perder su fertilidad.

Con esas plantaciones que son literalmente pan para hoy pero hambre para mañana, el bosque nativo de la región de la Araucanía ha sido mermado  afectando a un pueblo que tiene con él una relación ancestral en el plano económico y espiritual, para sobreponer monocultivos que alimenten a la industria nacional e internacional llegando Chile a ser el segundo producto de celulosa en América Latina con casi tres millones de hectáreas de pino y eucaliptus, cifra que es conveniente contrastar con las solo 500.000 hectáreas aprox. del territorio nacional destinado a producción agrícola.

Es indudable que la aplanadora occidental ha pasado fuerte sobre esta tierra y su gente, en tanto que la  información que tenemos sobre su arte, su cosmovisión espiritual, su cultura, ha circulado con tanta dificultad que al escuchar a fines de 1997 desde Lumaco reclamamos violentos sobre el derecho a la autodeterminación del pueblo mapuche, resonó en las mayorías occidentales de la república -no solo- como una pataleta injustificada, sino como algo imposible y peligroso  que dividiría a la chilenidad.

Esta visión catastrofista a la que se sumó en forma irreflexiva la mayoría de la prensa nacional, se asienta en una cosmovisión empequeñecida de la humanidad, propia del pasado patriarcal republicano. Si observamos a través de la misma prensa la historia actual, veremos que desde que se terminó el escenario mundial dividido en dos bloques por la Guerra Fría la reivindicación de los derechos de los pueblos sobre sus territorios ancestrales es una de las fuentes primordiales de muchos conflictos, que se han de resolver al interior de la vida política, es decir, desde el convencimiento mutuo en franco dialogo entre las partes.

Nuestra cultura chilena occidental no puede seguir sustentando la imagen ficticia de que quienes sean derrotados militarmente en un momento puntual, tengan que renunciar para siempre a sus derechos y fundirse en la cultura dominante, sin más.

El pueblo mapuche a pesar de su fragmentación territorial no sólo ha conservado su lengua, su espiritualidad y muchas de sus costumbres, sino también una visión económica completamente opuesta a la neoliberal, y desde esa cultura ancestral no solo surgen expresiones de rabia, sino sobre todo intelectuales que formados en sólidos centros de estudios diseñan con inteligencia el perfil del reclamo legítimo de un pueblo que desea ejercer su auto determinación.

Foto: Andrés Cruz

Lumaco desde el punto simbólico es la cristalización de un gesto desesperado, violento, el cual rechazo sumándome a quienes prefieren no fatigarse nunca ante los intentos de buscar medios pacíficos para cambiar cualquier situación. Sin embargo comprendí desde el primer momento que marcaba un hito de fuerte carga simbólica. Se realizó prácticamente a 25 años del DL 701. Los tres camiones que ardían pertenecían a una  forestal expresando la rabia y frustración de un pueblo cuyos reclamos se desatienden incluso ante la jurisdicción del derecho internacional, en el cual nuestra república incumple negándoseles: el derecho a la auto afirmación; auto definición; auto delimitación; auto disposición interna; auto disposición externa, todos derechos incluidos en los convenios internacionales firmados por Chile y que regulan las relaciones democráticas entre los estados y los pueblos.

No es posible desconocer que como país nos enorgullecemos y celebramos hasta hoy el haber nacido república en el siglo XIX bajo similar reclamo ante la autoridad monárquica española, la cual a su vez nunca puso en duda sus reivindicaciones territoriales en esa España conquistada, cultivada y construida por los moros, luchando durante 600 años hasta su total liberación consumada por los reyes católicos.

Frente a lo que aconteció en Lumaco el 1 de diciembre de 1997 y todo lo que ha venido sucediendo en los casi 25 años que de allí han pasado, no es conveniente seguir reaccionando desde un marco institucional de cosmovisión republicana/decimonónica, sino abrir el debate y actuar al interior de una cultura del siglo XXI, posmoderna, solidaria y planetaria, que respete de verdad la diversidad y acepte remediar los errores del pasado. No debiéramos seguir inmersos en un conflicto con el cual peligramos heredar a nuestros descendientes una versión andina de Palestina/Israel.

 

 Por Pedro Celedón Bañados

*Este texto parte de un artículo que publiqué con el mismo título en diario la Época el 13 de enero, 1998.

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Historiador del Arte

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  1. Lamentablemente este gobierno a militarizado más las tierras de nuestros ancestros y ha encarcelado a sus portavoces. Los gobiernos anteriores a este asesinaron sin ningún asco jóvenes hermanos mapuches, ya casi olvidados

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