Columnistas

Interrogantes sobre el orden público

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No es difícil estar en contra de la violencia en el Chile de hoy y, más aun, de la violencia sin destinatario claro, sin objetivos percibibles y aceptables por la gran masa ciudadana y que genera grandes dificultades y contratiempos a una población de por si vulnerable y desasistida.  No se puede, por ejemplo, estar a favor de una violencia que agrede y que quema una estación de Metro, el museo Violeta Parra o la Universidad Pedro de Valdivia, la cual desprestigia a los que tienen legítimas razones para protestar por sus condiciones de desigualdad y de injusticia y que termina por llevar agua al molino de los que no quieren cambio alguno en la constitución actual.

Tampoco se puede, desde luego, estar de acuerdo con la violencia con que la policía ha enfrentado a manifestantes no violentos en la calles y plazas del país y que ha dejado varias decenas de ciegos, heridos o lesionados de diferente naturaleza.

Todo ello, desde luego, para hablar solo de la violencia física directa, ejercida sobre cosas o personas, sin meternos, por lo menos en este artículo, con la violencia institucionalizada que subyace en el ADN de ciertos regímenes sociales.

Desde mi modesto punto de vista, una cosa es estar en contra de todas esas manifestaciones de violencia y otra cosa distinta es asumir una defensa irrestricta del orden público, a menos que tengamos muy claro que se entiende por este último concepto, cuestión que a mi juicio está bastante nebulosa. En todo caso, aun con lo poco claro de dicho concepto, creo que la experiencia muestra que no toda alteración del orden público deriva o se manifiesta en la forma de violencia física contra cosas o persona.




Si un grupo social o político se reúne en una plaza y lanza al aire sus consignas y sus cánticos, ¿eso puede considerase un atentado a la quietud que buscan algunos jubilados que suelen descansar en dicho lugar público? ¿Se está por ello violentando el orden público y sus protagonistas merecen todo el peso de la represión?

O si la CUT o la ANEF desarrollan una concentración en las puertas de un ministerio, o llevan adelante una marcha por ciertas calles céntricas de la capital, con sus pancartas y sus lienzos, ¿se está violentado el orden público? ¿Podría alguien argumentar que si el tránsito vehicular se caotiza parcialmente por una marcha de esa naturaleza merece ser disuelta a lumazo limpio?

O si se convoca a un mitin de ciertas fuerzas sociales o políticas, para brindar su apoyo a una causa que consideran justa ¿se está alterando el orden público pues se desordena el tránsito y la circulación peatonal y automovilista? ¿Merece por lo tanto, toda concentración, ser rechazada y reprimida? ¿O ser autorizada solo en los extramuros de la ciudad, por donde no moleste a nadie, pero no sea tampoco escuchada ni vista por nadie?

Si un grupo de trabajadores de una empresa que está en huelga se concentra en las afueras de ella para conversar con sus colegas y tratar de que no entren a trabajar, ¿se está trastocando gravemente el orden púbico? ¿Interrumpen el tránsito peatonal por esa vereda? ¿Merecen una bomba lacrimógena?

Si la Intendencia regional da autorización para una concentración o una marcha, ¿se está violentando el orden público, puesto que ella obligue a desviar el tránsito? ¿O toda petición de marcha o concentración debe ser denegada? ¿O la autorización convierte de por si a una marcha en una cuestión compatible con el orden público?

Condenar la violencia, pero suponer al mismo tiempo que toda alteración del orden público – en pocas palabras, que toda reunión de más de 100 personas – es una y la misma cosa que la violencia, es condenar a la desmovilización y a la resignación a grandes masas ciudadanas que tienen razones poderosas para no estar conformes con su situación actual. No hay que olvidar que las manifestaciones ciudadanas surgieron primero, y surgieron en forma pacífica – más de un millón de personas desfilaron en esa forma por las calles de Santiago – y que fue eso lo que asusto a la derecha y la hizo abandonar posiciones que habían sostenido durante 40 años. La violencia vino después sin que se sepa hasta el día de hoy quienes son sus protagonistas ni cuáles son sus objetivos.

En síntesis, violencia y alteración del orden público son cuestiones diferentes y merecen, por lo tanto, ser objeto de protocolos y tratamientos – y también de condenas y represiones – de diferente naturaleza.

 

Por Sergio Arancibia

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