Crónicas de un país anormal

La impunidad es la carta de la ultraderecha fascista

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Cabría preguntarse ¿qué hubiera ocurrido si los antifascistas hubiesen intentado irrumpir en las dependencias del Capitolio, por ejemplo? De seguro, la guardia del Parlamento hubiera llevado a cabo una masacre sin precedentes. Muchos de los testigos de esta barbarie afirman que las policías del Capitolio, al menos algunos de ellos dejaron el paso libre para que ingresaran los manifestantes al Capitolio, como si fueran turistas. Personajes conocidos de agrupaciones de supremacistas blancos han sido filmados al momento de tomar las oficinas de Senadores y Representantes, así como paseándose por los pasillos, armados y actitudes agresivas, incluso, uno de ellos, disfrazado de chamán de una de las tribus norteamericanas, se lucía ante las cámaras y en actitud desafiante.

Donald Trump no inventó a los grupos supremacistas blancos, tampoco a la derecha de las iglesias protestantes, mucho menos al nacionalismo: en general, todos son actores desde hace varios años en la política de Estados Unidos. La Cuarta Enmienda, por ejemplo, permite el uso y abuso de las armas, y no es invención del gobierno de Trump. Los resabios de la guerra civil del siglo XIX, sumado al racismo de los grupos fascistas actuales, por más de un siglo han estado incrustados en la sociedad norteamericana.

El Presidente Trump se ha encargado de despertar miedos y odios, que estaban latentes en la sociedad civil y, sobre todo, en los últimos años, en el Partido Republicano. El trumpismo es heredero, en su forma más extrema, del Partido del Té , cuya líder era Sarah Palin ex gobernadora de Alaska.

Una Constitución que determina un sistema electoral arcaico y, a su vez, permite que los ciudadanos se armen hasta los dientes, es lógico que de poder de fuego   a  la ultraderecha que, ahora, encontró su oportunidad en la ascensión al poder de un líder, capaz de apoderarse de un partido político  el republicano y, además, unificar las fracciones de una ultraderecha, a la cual Trump, con su promesa nacionalista de “hacer a América grande de nuevo”, le permitía, a ese fascismo del siglo XXI, jugar un papel importante en el sistema político norteamericano, y así, convertirse en conductor de opinión de las viejas ideas de la superioridad de la raza blanca y anglosajona, del nacionalismo aislacionista y, sobre todo, el resucitar el famoso “destino manifiesto” de Estados Unidos, (doctrina Monroe), por esta razón no es raro que aparezcan símbolos como la bandera de los estados confederados, de la guerra civil de mediados del siglo XIX.




El miedo se une a la violencia: los supremacistas blancos y los grupos racistas, impregnados de nacionalismo, sienten temor a que las instituciones de su país sean copadas por negros y latinos que, en pocos decenios más, terminarían por expulsarlos de las instituciones creadas por los padres fundadores, (muchos de ellos esclavistas).

La ultraderecha necesita para sobrevivir la invención de un enemigo de tal potencia que sea capaz de destruir la tierra prometida. El comunismo, los mexicanos, los negros y, en general, los inmigrantes, son considerados como la encarnación del demonio, al que es preciso aniquilar.

Tal vez el Presidente Trump se encuentra psicológicamente impedido para actuar en política, (por cierto, no es el único caso de narcisismo patológico y de otras enfermedades, lo mismo ocurre con Iván Duque, en Colombia, Jair Bolsonaro, en Brasil, Sebastián Piñera, en Chile, y con otros líderes a nivel mundial), sin embargo, el propio sistema político, (de democrático y republicano tiene muy poco), ha permitido que los personajes antes citados, se aprovechen de poderes casi absolutos, radicalizados a causa de los estados de excepción, para tratar de limitar y aniquilar las distintas instituciones que, en democracia, les impide hacer lo que quieren y, ojalá, disfrutar del poder total. (Nada raro que estos Presidentes ultraderechistas sean los estudiantes para convertirse en Dios).

Trump, (como  otrora Pinochet y Franco), se empecina en mantenerse en el poder, y como se encuentra aislado, pues hasta su Vicepresidente, Mikel Pence y varios ministros lo han dejado a su suerte, no le quedó otra salida que anunciar una transición tranquila, pero prometiendo, en forma prepotente, que continuará en la lucha a fin de destruir al Partido Republicano, para reemplazarlo por un partido nuevo, de corte ultraderechista, cuya médula sea la supremacía blanca, el anticomunismo, la antiinmigración y el evangelismo integrista.

La impunidad para los crímenes perpetrados por Trump sólo prolongarían la guerra civil larvada, una especie de guerra fría, de baja intensidad, pero mortífera para el sistema político norteamericano, que está condenado a la agonía y, tal vez, a la muerte, como ha ocurrido con los imperios que han existido en la historia.

Las posibilidades de responsabilizar penalmente a Trump por el intento de sedición son bastante exiguas: la propuesta de aplicación de la Enmienda 25, que exige del Vicepresidente Pence y de la mitad al menos, del gabinete, declarar al Presidente actual en situación de incapacidad física, moral y psicológica para seguir ejerciendo el cargo, (así sea por diez días), parece difícil.

El impeachment es aún más complicado, pues tendría que cumplir una serie de exigencias que no alcanzarían a satisfacerse en diez días, sin embargo, el juicio político podría seguir su curso una vez ocurrido el traspaso de poder a Joe Biden.

A partir de 20 de enero la dupla Biden-Harris, aunque ahora cuentan con la mayoría en ambas Cámaras, no sólo deben evitar que la guerra civil fría, pase a caliente, sino también el hacerse cargo de un país diezmado por el Covid-19, que ha llegado a millones de contagiados y miles de muertos, sumado a la pérdida de hegemonía dentro del concierto mundial de naciones. Está claro que China, a raíz de la peste, se ha desplazado a Estados Unidos para ocupar el primer lugar en el mundo.

Rafael Luis Gumucio Rivas (El Viejo)

10/01/2021

 

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Historiador y cronista

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