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La triste realidad de la Educación: Un adiós desde el interior del aula

Tiempo de lectura aprox: 5 minutos, 33 segundos

En este conmovedor texto, el autor expresa su desencanto y pesar por la situación actual de la educación. Describe cómo la obsesión tecnocrática y el enfoque en lo políticamente correcto han erosionado la base moral de la enseñanza, llevando a la falta de interés en la docencia, renuncias de profesionales jóvenes y el deterioro de la salud de los docentes. Critica la educación estandarizada y el enfoque en la productividad, que ha desvirtuado el propósito de formar ciudadanos conscientes. El autor se despide sin pena, pero con racionalidad y deseo de que la educación pública pueda reconstruirse en el futuro.

 

 

 

“El pez nunca descubre que vive en el agua.

De hecho, como vive inmerso en ella,

su vida transcurre sin advertir su existencia.




De igual forma, una conducta que se normaliza

En un ambiente cultural dominante,

se vuelve invisible”.

(Michel Foucault)

 

La verdad es que nunca pensé que algún día estaría agradeciendo esta  instancia que refiere al 50% de mi jubilación, o retiro anticipado, en rigor.

Estas circunstancias  siempre son como los discursos fúnebres en que la referencia al cadáver es una bella corona de palabras junto a las flores. La diferencia es que en el caso de hoy, el muerto habla.

Para no faltar tan brutamente al protocolo, aviso que soy malo para las flores artificiales, aunque por ahí se escucha decir: “que lindas flores naturales, si casi parecen artificiales”.

Quiero acercarme a la verdad personal y abandonar de a poco la impostura.

Lamento que una sociedad se esmere profesionalmente en desvirtuar lo poco que puede salvarle.

 

Lamento que en la Educación nos acostumbremos al maltrato y al sinsentido, porque ello erosiona la base moral desde donde se pretende construir conciencia.

 

Recuerdo tiempos en que alejarse de las aulas era un acto postergado; retirarse de la actividad pedagógica -en general- era algo que siempre se pateaba pa’ elante. Pero algo pasó que ya no es así. No digo que para todos, pero los datos duros son efectiva y perturbadoramente duros: Ya saben: la falta de interés por el camino de la docencia, la renuncia de altísimo porcentaje de profesionales jóvenes, el deterioro de la salud de los docentes y otros síntomas negativos que se generalizan paso a paso.

 

No puedo referir a todas las incontables aristas, pero estamos en medio de una obsesión tecnocrática que diseña una suerte de educación neurótica en papel milimetrado y en planillas de cálculo. Es una pedagogía que se enfrenta en su subconsciente colectivo cruzado por un deber ser que se destruye a sí mismo con la inevitable condición de la práctica. Somos presa de sendos tratados de tratadistas que descubren la pólvora, para formar al “prohombre del futuro” (una suerte de sujeto sin contexto). Especialistas especializados en especiales especialidades, todas muy acreditadas, enquistados en arquitecturas burocráticas de dudosa probidad.

 

Hoy tenemos una educación de rodillas ante la demanda de lo políticamente correcto y que abandona el carácter necesario para forjar el temperamento de una ciudadanía consciente, exigente y constructiva. Ese ciudadano que pudo haber nacido en los últimos cincuenta años, del aumento del producto económico bruto de nuestras economías, pero tanto los recursos materiales como los empeños teóricos por diseñar marcos metodológicos y técnicos, fueron subyugados por intereses y propósitos pedagógicos industriales, que están lejos de buscar el bien común.

 

Hemos caído derrotados por el populismo de la exacerbación demagógica de los derechos individuales, que convergen en el colapso de los contratos sociales, y por estrategias de mercado que hacen de nuestra Educación un fortín estadístico, demagógico y fraudulento, que no tiene más propósito que asegurar las asimetrías del poder de clase, jugando el concierto del discurso internacional de una falsa inclusión de oropel.

 

No me voy con pena, como políticamente  debiera declarar. La verdad es que me alegro de dejar de levantarme temprano para recorrer este camino pedregoso que se desmorona y nos hace cómplices de un instrumento poderosamente manipulado, a fin de que la Educación Pública abastezca el mercado del trabajo pauperizado que abulta y sostiene la concentración del capital. Pero sí da pena lo que queda, o lo que está quedando en el horizonte de posibilidades del magisterio que hoy disputa demandas marginales y no de centro y fondo. Y todo ello, por supuesto, en desmedro de lo más importante del propósito que nos convoca: la formación de nuestros niños y jóvenes, que extrapolando la idea sartriana, siempre son un producto de lo que los demás hacen  (hacemos) con ellos.

Hoy la vida me aconseja alejarme de los lugares en que a uno no le quieren…y esto no lo digo por ustedes. No lo digo por ninguno de ustedes, que a ustedes tampoco los quieren.

Así es que no me voy con pena, colegas. La pena a mí no me pertenece. Tal vez sí un desencanto asumido más bien desde la racionalidad. La pena en realidad queda instalada por el poder político, que con distintos matices, no ha hecho más que desmantelar las fortalezas más significativas que poseían los profesionales de la educación, transformados hoy en ejecutores remotos de estandarizaciones convenientes para propósitos que no son comunes en una sociedad en que la Educación se ha logrado desvirtuar como un descarado privilegio, aun cuando no faltan analistas que buscan e interpretan estadísticas que efectivamente muestran resultados cuantitativos que encandilan la mirada clara de lo que realmente existe hoy.

No quiero hacer un discurso depresivo. Lo que acontece en realidad es que la depresión está; es objetiva. La depresión está instalada en el aula, en los espacios comunes, en las escuelas, liceos y universidades que se han vuelto un claroscuro de un vasto negocio, en que lo subsidiario es lo de siempre: la migaja para quienes no pueden optar a abultar los bolsillos de inversionistas del rubro, y encima, esas migajas llegan donde no deben.

Este es el lenguaje: En educación ya no se habla de “recursos”. Se habla de “insumos”, que se lleva mejor con el concepto de “competencia” y se cuela fácil en la batería técnico-lingüística de los especialistas del mercado y la productividad. Más que una condición personal, esta depresión es una realidad social y política que gira como un remolino que te absorbe. Así es que decidí nadar en contra, cuando aún creo que estoy en el borde de esta espiral que concentra y empequeñece con fuerza centrípeta.

Pido perdón por esto. Pido perdón por empezar a bajarme en el puerto de mis sesenta y dos, pero cada año ahora es importante, porque aunque la carrocería alguna vez fue último modelo, hoy un año más o uno menos, es fundamental en tratar de no terminar en la indigencia total, porque los jubilados -bien lo saben ustedes, colegas- ruedan por el despeñadero de la miseria o se reinventan para ser parte del selecto número de emprendedores de la tercera edad, que enmascaran el abandono de las políticas públicas de inseguridad social.

 

[Palabras de consuelo: por suerte, aunque la verdad es objetiva,  no deja de ser curiosamente relativa,  así es que mi mirada no tiene pretensión absoluta, en absoluto (que curiosa forma de decir)]

 

De algún modo les aplaudo la vocación de querer seguir siendo viento en los molinos. Los jóvenes se lo merecen, aunque pierda fe en la humanidad.

Miro la circunstancia y pienso: ¿qué puedo hacer si el ejemplo predicado no existe o no va por donde debe. Si el absurdo no tiene fondo. Si la verdad está proscrita y la pedagogía es una práctica en desolación? Siempre en estos casos está el odioso lugar común del discursito de la vocación: “es que cuando hay vocación, no importan las penurias”. Esto está dicho siempre con desparpajo, en una sociedad global en que el 1%  más rico ha obtenido ganancias históricas durante una pandemia, que por su contraparte, aumentó como nunca los índices de pobreza mundial, y Chile no es una excepción.

Creo que dejo de creer en lo que creí. Para volver a creer en la Educación Pública es necesaria de por medio una lucha que ni el magisterio, ni la sociedad chilena hoy es capaz de dar, sin que antes se deshaga de los nuevos axiomas de interpretación de lo real que -al parecer- han cautivado y que como dice Foucault, nos in-visibiliza  a nosotros mismos y nuestra lapidaria circunstancia. La Educación Pública requiere una fortaleza que los poderes fácticos no están dispuestos a devolverle, porque la requieren tal y como está. Mi deseo es que la crisis amenace los flancos,  tratando yo de entender esto de crisis igual oportunidad, que tan bien funciona para algunos. Tal vez algo pueda cambiar para retomar un proyecto de reconstrucción real. Pero por lo pronto, la realidad es lo que es, y cada día tiene su afán, cada década, cada siglo y cada generación. Ustedes están aquí y ahora. Yo voy de regreso a la semilla, parafraseando a Alejo Carpentier.

Hay cosas que no se acomodan y cosas que no se deben acomodar. Cuando aprenda algo de verdad valioso y que tenga cabida en la esperanza, tal vez vuelva, aunque ya sabrán que no se merece el riesgo de la oportunidad, porque tal vez decida no jubilar nunca más y entonces sí estarán en problemas los que tengan que estar en problemas (ninguno de ustedes, por supuesto). Pero tranquilos, la situación hipotética no tiene ningún sostén biológico posible.

Gracias por todo, aunque trece años sin titularidad (y otros detalles) pongan en duda los méritos (dicho desde el oráculo del camahueto, es decir con la ambigüedad que expande el ser, que es propio de los oráculos).

Un abrazo para todos los Sanchos y Quijotes que aquí se quedan. Refúgiense en esto de que la verdad es objetiva, pero relativa a la vez. No olviden sus consignas en Lirmi.

 

 

Por Marcos Uribe

 

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Las opiniones vertidas en esta sección son responsabilidad del autor y no representan necesariamente el pensamiento del diario El Clarín

 



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  1. Renato Alvarado Vidal says:

    Una despedida estremecedora, sobre todo por lo certera. La educación pública es uno de los pilares para la construcción de ciudadanía, la educación como bien de consumo, como mercancía, es la herramienta para destruirla. Por aquí vamos mal.

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