Opinión e identidades Textos destacados

Los discretos encantos y desencantos de la monarquía

Tiempo de lectura aprox: 6 minutos, 33 segundos

No deja de ser curioso que la coronación de Carlos III como monarca del Reino Unido el sábado 6 de mayo, despierte tanta atención mundial, incluso en países como Chile, que no ha tenido mayores lazos con una monarquía desde hace ya más de doscientos años. Sin embargo, pareciera que hay algo de un subyacente encanto con la idea monárquica, manifestada en parte en la cultura popular, pero también en la institucionalidad del país. Esto último algo sorprendente.

En el nivel de la cultura popular, por supuesto es imposible ignorar los numerosos “reyes” en los nombres de establecimientos comerciales: el del pescado, el de los botones, el del lomito y el muy popular Julín Serra, “rey de los delantales”. Este último apelativo se aplicaba burlonamente (y no sé si todavía), a aquellos varones que buscaban enamorar a las chicas que trabajaban como empleadas domésticas (“asesoras del hogar” como las llaman los siúticos). Incluso para encontrarlas en esos años 60, solían frecuentar el Cine Santiago en la calle Monjitas cerca de la Plaza de Armas, hoy desaparecido, que exhibía películas mexicanas, muy apreciadas por ese gremio de trabajadoras.

Pero no sólo en el plano de la cultura popular Chile se deja infiltrar por el encanto que ejercen símbolos monárquicos como la corona ¿cómo se explica que varios de los municipios en Chile exhiban una corona en su escudo? Entendible en ciudades que como Santiago o Valparaíso obtuvieron sus estatus en tiempos coloniales, pero no en comunas creadas en el período de la República como Ñuñoa o Providencia. Muestras discretas del encanto que la antigua institución aun ejerce, quizás.

Por mi parte, el país en que vivo –Canadá— y que me recibió generosamente, como a miles de otros chilenos cuando tuvimos que dejar nuestro país nativo bajo la dictadura, es eso sí, una monarquía constitucional. A primera vista este aspecto del país no es muy conspicuo. Lo más visible de la presencia monárquica se da en las monedas que llevan en su anverso la imagen de la reina Isabel II, así como los billetes de 20 dólares (pronto deberán ser reemplazados por la efigie de Carlos III, el nuevo rey). En los hechos uno puede decir que la presencia monárquica en Canadá es más bien discreta. Tanto es así que en estos días de víspera de la coronación del rey Carlos –que es también el monarca de este país— no hay un gran interés por el suceso. Indiferencia es más bien lo que marca la relación de los canadienses con la vetusta institución monárquica. Tampoco se trata de que haya sentimientos hostiles contra la institución, que irónicamente parecen ser más visibles en el propio Reino Unido. Aunque hay algunas voces que de vez en cuando proponen que Canadá se transforme en república, como recientemente lo hizo Barbados, otro país miembro de la Commonwealth, tal idea se hace prácticamente muy difícil de materializar ya que para ello la constitución canadiense requeriría aprobación del parlamento federal y de cada una de las diez provincias del país, algo muy difícil de lograr. Irónicamente, sería más fácil remover la monarquía en el Reino Unido, donde sólo se necesitaría mayoría en ambas cámaras del parlamento, que, en esta, su antigua ex colonia.




Por cierto, quienes venimos de una tradición republicana (en el buen sentido de la palabra, no de lo que ahora en Chile ha pasado a ser un término asociado a lo más fascistoide de la derecha), esta noción monárquica parecía un tanto curiosa, algo como una pieza de museo, más que una fórmula de organización política, pero al final no se nos hizo problema. Ni siquiera cuando al momento de acceder a la nacionalidad canadiense, en una solemne ceremonia, se nos pidió jurar o prometer lealtad a la reina. Al final todos lo hacemos porque entendemos que es una formalidad que no tiene mayores consecuencias en lo personal, no es muy diferente a la jura a la bandera que se hace en algunos países (no sé si se hace en Chile, en todo caso yo nunca lo hice).

Más allá de esta monarquía que aun reina sobre británicos e integrantes de los demás países de la Commonwealth, el tema mismo de este sistema de organización política merece alguna discusión. Aludía en el título de esta nota al “encanto” que para muchos aun tiene la monarquía, especialmente por la “pompa y circunstancia” que la rodea. Sin duda, la coronación de Carlos III, a la que él mismo le ha dado un carácter más austero en medio de una economía británica muy maltrecha, deberá tener también ese sello de grandiosidad que la caracteriza. La industria turística británica, por su parte, se beneficiará inmensamente con este evento que, además, no ocurre todos los días.

Por cierto, las monarquías en general, por lo menos en la tradición occidental, se han visto muy reducidas en cuanto a su poder efectivo. Este fue un proceso que se inició en Inglaterra en el siglo 13 cuando los barones, entonces la clase emergente —los propietarios de tierras— impusieron ciertas condiciones al entonces rey Juan. Resultado de ese acto de rebelión fue la Carta Magna, considerada como el primer texto constitucional moderno.

Poco a poco a través de los siglos el poder de los reyes fue siendo erosionado por el accionar de nuevos actores políticos. Por momentos incluso con actos muy violentos: la Revolución o Guerra de los Tres Reinos en el siglo 17 terminó con el rey Carlos I perdiendo su cabeza—literalmente, el monarca fue decapitado. En esos tiempos los ingleses no parecían ser muy flemáticos. Por cinco años, entre 1653 a 1658 Inglaterra fue una república gobernada —con mano de hierro, hay que decirlo— por Oliver Cromwell. Él impuso además una corriente extrema del protestantismo conocida como puritanismo.

La coronación del rey Carlos por otro lado, ha desenterrado también algunos hechos históricos que las clases dominantes, tanto en Europa como en las ex colonias, quisieran más bien mantener olvidados: la herencia del colonialismo y todas sus secuelas. Esto también marca una importante línea divisoria al interior de la Commonwealth (no hay una traducción muy exacta a este término, lo más cercano sería “Mancomunidad”), formada –además del propio Reino Unido— por los demás países, hoy independientes, que alguna vez fueron parte del vasto Imperio Británico.

Mientras Canadá, Australia y Nueva Zelandia tuvieron un masivo influjo de colonos de la entonces metrópolis colonial (ingleses, escoceses, irlandeses y galeses) que consecuentemente desplazaron a la población nativa; en las colonias africanas, así como en India y en el Caribe, no hubo tal trasplante demográfico. Aparte de militares, y unos pocos misioneros, burócratas y en el caso caribeño, dueños y administradores de plantaciones, ninguna de esas colonias tuvo un significativo número de europeos. Eso marcó también de modo definitorio el carácter de los estados allí surgidos después de su independencia.

Países con una mayoría blanca y de ancestro británico construyeron esos estados como una continuidad de la presencia y la identidad británicas. Eso con la salvedad que en el caso canadiense debió acomodarse a la minoría de ancestro francés en lo que ahora es la provincia de Quebec (la antigua Nouvelle France). Aunque blancos, como sus congéneres de habla inglesa, los francocanadienses, añadidos al entonces Imperio Británico por una guerra con el Imperio Francés en la segunda mitad del siglo 18, enfatizaron, y algunos aun enfatizan, sus propias fuentes de diferenciación y de fricción con los anglocanadienses, primero centradas en la religión—católicos vs. protestantes— hoy, más en cuestiones lingüísticas.

En cambio, los estados surgidos en el Caribe, por ejemplo, fueron fundados principalmente por descendientes de los antiguos esclavos africanos llevados allí para trabajar en las plantaciones (las poblaciones aborígenes de esas islas —taínos, caribes y otros— fueron exterminados, tanto por los primeros conquistadores españoles, como luego por ingleses y franceses). Aunque la mayoría de esos estados caribeños independientes han conservado la monarquía, no es de sorprenderse que hace unos meses uno de ellos, Barbados, se haya desprendido de ella. Guyana, en el extremo norte de Sudamérica adoptó después de su independencia un sistema republicano. Jamaica, por su parte, prepara decidir en un referéndum este año si se convierte en república también. Otros estados más pequeños en la región podrían seguir el mismo camino.

La coronación de Carlos III seguramente será un evento de alta convocatoria mediática, después de todo ¿a quién no le gusta un brillante despliegue de tropas desfilando en vistosos uniformes al compás de vivaces marchas, y toda la fanfarria que va con la solemnidad de la ocasión?  Pero la “procesión va por dentro” como se dice popularmente. Algunos como la excelente actriz Helen Mirren (que encarnó a Isabel II en el film The Queen del año 2006) apuesta a la persona del nuevo monarca: “Ya no soy republicana. No tan vorazmente en todo caso. No estoy a favor del concepto de monarquía, pero veo lo bueno en ella si hay una buena persona en ese rol.”  En Estados Unidos, el primer país que en el continente americano se deshizo de la monarquía, hubo sin embargo voces a favor de la corona: “Una monarquía conducida con infinita sabiduría e infinita benevolencia es el más perfecto de todos los posibles gobiernos”, escribió el pensador y ex presidente de Yale University, Ezra Stiles, en el siglo 18.

Otras opiniones sobre la monarquía han sido más lapidarias, para Federico Engels “El Estado no es más que el instrumento de opresión de una clase por otra –no lo es menos en una república democrática que en una monarquía”. En tanto que León Trotsky, comentando sobre la situación británica en 1925 escribió: “Para un socialista, la cuestión de la monarquía no se decide por la contabilidad actual, sobre todo cuando los libros están amañados. Se trata del vuelco completo de la sociedad y de purgarla de todos los elementos de opresión. Tal tarea, tanto política como psicológicamente, excluye cualquier conciliación con la monarquía”. Esto último es interesante de notar ya que la socialdemocracia europea, en estados monárquicos como Suecia, Noruega, Dinamarca y por cierto España, han gobernado sintiéndose muy cómodos.

Junto a los encantos, discretos e inconscientes quizás, están los muchos desencantos de la institución monárquica. La popularidad, por cierto, no es un factor determinante para una persona que asume un rol simplemente por herencia. Carlos III fue vilipendiado por haber tenido un affaire cuando estaba casado con Diana, que sí fue muy querida. Sin embargo, el verdadero villano en esa historia fue su padre, Felipe de Edimburgo, quien habría hecho el match entre el entonces treintón príncipe y una cabrita de 19 años con la cual tenía muy poco en común. Pero no quiero entrar aquí ya en un terreno más propio de la farándula. Al final basta examinar un poco la historia para enterarse que reyes, príncipes y en más de una ocasión reinas y princesas también, han estado en camas que no eran las propias. Es probablemente una de las ventajas que va con el trabajo, si así lo podemos llamar.  Terminando en una nota irónica que ilustra lo anterior, cito lo que es una frase atribuida a Carlos (por lo tanto, de dudosa veracidad, aunque puede ser adecuada al caso) y dicha cuando no era rey todavía: “¿Esperan seriamente que yo sea el primer príncipe de Gales que no tenga una amante?”

 

Por Sergio Martínez (desde Montreal, Canadá)

 

 

 

Síguenos:
error1
fb-share-icon0
Tweet 20

Las opiniones vertidas en esta sección son responsabilidad del autor y no representan necesariamente el pensamiento del diario El Clarín

 



Desde Montreal, Canadá

Related Posts

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *