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Memorias de 50 años: nuestra revolución (II)

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Luego de ser ratificado por el Congreso Pleno el 26 de octubre de 1970, el 4 de noviembre asumía Salvador Allende como presidente de Chile. Tal como recalcaba una de las canciones que entonces habían dado alegría a la campaña: “esta vez no se trata de cambiar a un presidente…” En efecto, la meta era mucho más ambiciosa. Este era el inicio de una revolución: nuestra revolución.

En el imaginario de los partidos de la izquierda la revolución era uno de los temas centrales, un punto icónico, podríamos decir. “Fervor, acción, hasta triunfar / nuestra revolución” se escucha en una de las estrofas de la Marsellesa Socialista, himno oficial del Partido Socialista. En el MIR el concepto de revolución era tan significativo que por algo figuraba en el nombre mismo de la organización. Menos dados a expresiones muy resonantes, los comunistas—si bien no eludían las referencias a la revolución—sí las matizaban enfatizando el carácter nacional (chileno) del proceso que se iniciaba y que tendrían sus propias peculiaridades.  El propio Allende gustaba de subrayar ese carácter específico: “una revolución con vino tinto y empanadas”, como se la popularizaría más tarde.

Incluso los democratacristianos habían recurrido al término con su “Revolución en Libertad”, que retrataba la ambivalencia de su propuesta: transformaciones profundas, pero asegurando al gran capital y especialmente a Estados Unidos, que ellas se harían en “libertad”, léase, dentro de marcos aceptables a las instancias mayores del poder, tanto nacional como internacional. (De todos modos, y ahora con la perspectiva del tiempo, hay que reconocer que algunas de esas transformaciones fueron efectivas, como la reforma agraria, la chilenización del cobre que de algún modo prepararía el camino para la nacionalización implementada por Allende, y especialmente la reforma educacional de 1966, sin duda la mejor de todas las iniciativas para modernizar la educación chilena en los últimos 80 años).

Pero ¿Qué se entiende por “revolución” y en particular por “nuestra revolución” que iniciábamos en 1970? A un nivel muy simplista y generalizador, se ha llamado “revolución” a cualquier levantamiento armado independientemente de otras consideraciones: los sublevados contra el gobierno de Balmaceda y aliados al bando congresista en 1891 se hacían llamar “revolucionarios” y en muchos textos de historia el episodio se refería como la “Revolución de 1891”.  (El historiador Hernán Ramírez Necochea hizo bien en aclarar esos términos cuando escribió su libro Balmaceda y la contrarrevolución de 1891.)




En la terminología de la izquierda, “revolución” se ha entendido como un proceso por el cual una clase o estrato social es desplazado por otra clase o estrato. En la Revolución Francesa es claro que la vieja clase de la nobleza y el alto clero fue desplazada por la nueva clase, la burguesía. Ha sido motivo de discusión si los procesos independentistas en el continente americano fueron “revolucionarios” dado que en general la misma clase de terratenientes y mercaderes que dominaba en la colonia, lo continuó haciendo en los países independientes. En estos casos, desde Estados Unidos a los países hispanos, el estrato desplazado fue el las capas burocráticas ligadas al antiguo poder imperial, pero hubo poco desplazamiento de poder económico y relativamente pocos miembros de la clase dominante colonial que se sintieran  amenazados por el nuevo orden y se marcharan de vuelta a España (aunque en Estados Unidos sí hubo un grupo relativamente grande que abandonó las ex colonias—los loyalists o “leales” al Imperio Británico—buscando refugio en las colonias que luego constituirían el Canadá).

La revolución que se iniciaba con el gobierno de la Unidad Popular intentaba desplazar de sus posiciones de poder a la burguesía financiera e industrial, y a la clase latifundista. Apuntando a ese fin, el gobierno de Allende puso en marcha una serie de medidas: el traspaso al área social (estatización) de las llamadas empresas estratégicas y la banca, profundización de la reforma agraria, nacionalización de la gran minería del cobre, así como de otros recursos naturales: el salitre y el hierro.

Este proceso revolucionario que se intentaba realizar siguiendo los procedimientos de la propia legalidad vigente requeriría—tarde o temprano—plantearse un problema más profundo, la cuestión del poder. Como antes con el vocablo “revolución”, el término “poder” también se presta para interpretaciones variadas. En el lenguaje común, decir por ejemplo “la Unidad Popular llegó al poder en 1970” es sinónimo con decir que “…llegó al gobierno en 1970”; sin embargo, en un sentido más estricto los términos “poder” y “gobierno” no son exactamente lo mismo. Cuando la Unidad Popular y Allende asumen la presidencia del país, se hacen cargo del aparato del gobierno, sus estructuras administrativas y políticas, sus recursos fiscales, su presencia internacional, y el control sobre el aparato burocrático del Estado; lo que no es poco, pero no es el “poder”. No era poco porque ciertamente, siguiendo una tradición histórica, la Constitución de 1925 era marcadamente presidencialista, lo que favorecía a cualquiera que ocupara la presidencia, en ese sentido la UP se beneficiaba de esa ventaja. Puede hablarse también de que cuando se controla el gobierno se controla el “poder político”.

Sin embargo, el “poder” propiamente tal es otra cosa. Mientras cuando hablamos del gobierno o poder político nos referimos a estructuras administrativas y políticas cuyo control puede alternar entre diversas formaciones políticas—todas ellas facciones de una misma clase social (el caso más claro es lo que sucede en las elecciones de Estados Unidos, donde demócratas y republicanos suelen alternarse en la presidencia y la mayoría del congreso, pero sus diferencias programáticas son sólo de matices y al final defienden más o menos los mismos intereses de clase y especialmente el rol dominante de su país a nivel global)—en el caso del poder ya no nos referimos solamente a formaciones políticas, sino a clases sociales. Cuando durante la Revolución Rusa se levanta la consigna “Todo el poder a los soviets”, lo que se está planteando es que el poder—el verdadero, el que se traduce en el control de todas las instancias del Estado, desde el ejecutivo y legislativo, al judicial y, sobre todo, al militar—pasara a manos de la clase trabajadora (no es mi propósito, ni el momento en este nota, analizar si eso ocurrió realmente en Rusia y luego la URSS o si más bien ese control pasaría a una burocracia que actuaba en nombre de los trabajadores, ese es otro tema). En el Chile de la Unidad Popular, el poder es el tema subyacente y que—la verdad sea dicha—podía no suscitar consenso entre las diversas fuerzas que constituían la coalición gobernante.

En su libro Socialismo: se hace camino al andar, Ernesto Benado lo señala muy bien cuando escribe: “Es un hecho evidente que gran parte de las dificultades surgidas al interior de la UP se deben a que algunos creen que el objetivo estratégico de la construcción del socialismo está bastante alejado y no forma parte del programa inmediato, mientras para otros este problema se plantea ahora mismo y figura en el programa de la UP” (p. 59). El mismo autor citado recuerda, sin embargo, que el apartado 9 del Programa de la UP señalaba: “el gobierno del pueblo tiene ante sí la tarea fundamental de terminar con el dominio de los monopolios de la oligarquía latifundista y de empezar la construcción del socialismo en Chile” (p. 59), lo que lo hace concluir que: “El carácter simultáneo de esas tareas se manifiesta a lo largo de todas las medidas del programa y constituye así una de las características más importantes del proceso chileno: combinar las tareas democrático-burguesas y las tareas socialistas” (p. 59).

Por supuesto, y en esto Allende fue muy claro, el aspecto propiamente administrativo se abordaría con la mayor eficacia posible y—algo muy importante de recalcar hoy en día—con una impecable probidad. Famosa es la frase que utilizó con un sentido irónico de que en su gobierno “se podrá meter los pies, pero no las manos”. En los hechos, a pesar de contar con todos los elementos represivos y el control de los medios de comunicación, después del golpe los militares nunca pudieron probar siquiera algún caso de corrupción por parte de Allende o sus colaboradores. (En medio del ambiente incierto de esos días, lo más que algunos en el aparato mediático de la dictadura enrostraron a Allende, fue su “carácter mujeriego” y hasta circuló el rumor de que, en un canal televisivo después de las transmisiones normales, que en ese tiempo terminaban a medianoche, se difundirían imágenes de supuestas orgías en las que Allende participaba… Por cierto, todo eso sólo revelaba la arista mojigata y sexualmente represiva que exhibían algunos miembros de la jerarquía militar. Ah, de más está decirlo, nunca esas emisiones se difundieron porque sólo existieron en la imaginación de algunas mentes enfermizas).

El tema del poder sería ampliado en la agenda de la izquierda en la medida que avanzaba el gobierno. Los mecanismos de la legalidad existente entonces fueron utilizados hábilmente y hasta “estirados” para traspasar al área social de la economía a muchas empresas cuyos dueños no estaban muy dispuestos a dejarlas. Un efectivo recurso jurídico fue la existencia del Decreto-Ley 20 cuya dictación había sido inspirada por la República Socialista de los 12 días de 1932, que permitía la intervención de una o más empresas por razones de abastecimiento de elementos esenciales o por otras razones de servicio al público. Su uso no era completamente nuevo, otros gobiernos habían recurrido a él, aunque sólo de modo transitorio; la diferencia es que la UP lo usó en gran medida para iniciar el proceso de creación del área de propiedad social de la economía, esto es, empresas de diversas ramas que serían de propiedad estatal pero administradas con participación de los trabajadores. En otros múltiples casos ese expediente debió utilizarse para dar cobertura a las demandas de sindicatos de otras tantas empresas cuya expropiación no estaba contemplada originalmente, pero que, por la movilización de sus operarios que denunciaban situaciones de sabotaje en la producción o condiciones laborales abusivas, hacían necesaria su intervención.

No debe olvidarse que este proceso de transferencia de empresas privadas al área social por vía de declarar su intervención llegó a crear tensiones al interior de la UP: si bien algunas de esas empresas no eran estratégicas en términos de su rama de producción (fábricas de galletas, algunos comercios), sí lo eran en otro nivel de la lucha política de ese momento como era el de debilitar el poder de la burguesía (término no muy usado estos días, pero que se puede “traducir” como la clase poseedora de los medios de producción, que efectivamente iban desde la compañía que procesaba acero a los que fabricaban artículos de consumo como alimentos). Desde este punto de vista, esa suerte de desborde expropiatorio era explicable, se trataba simplemente de debilitar a la clase dominante. Eran pasos tácticos en una estrategia de mayor alcance que apuntaba a crear un poder popular alternativo. Eso sí, como lo vemos ahora, con el beneficio del tiempo transcurrido y aplicando un examen analítico a acciones que en ese momento parecían las adecuadas. Digo esto porque muchas veces entonces no alcanzamos a percatarnos que el enemigo también examinaba cada uno de estos pasos que el gobierno y sus seguidores dábamos y también analizaba como iba a responder a esos pasos, con la ventaja de que contaban con muchos medios, más el evidente respaldo exterior desde Estados Unidos principalmente.

De todos modos, contra viento y marea, nuestra revolución estaba en marcha: en diciembre de 1970 se anunciaba la estatización de la gran industria textil, ese mismo mes, luego de un acuerdo con la CUT, se establecía el principio de la participación de los trabajadores en todos los ámbitos de la sociedad, este principio sería fundamental en la administración de las empresas que pasarían a integrarse al área social de la economía.  En un principio se había identificado a 91 empresas, sin embargo, la dinámica del proceso haría aumentar esa cantidad a un número mucho mayor, justamente por lo ya anotado: no se trataba solamente de un cálculo en términos de interés productivo, sino de debilitar a la clase dominante con pasos tácticos en una estrategia para crear poder popular, a su vez, requisito para encaminarnos a la construcción del socialismo.

 

 

Por Sergio Martínez (desde Montreal, Canadá)

 

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Desde Montreal, Canadá

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  1. Ricardo Rojas says:

    Era extraordinariamente complejo ( e imposible ? ) encauzar ese proceso en los términos deseados : Pacífico y Transformador ; la aparente y precoz manía expropiatoria ,que sobrepasó con creces los objetivos iniciales , creó un ambiente de alarma y rechazo entre toda la «clase productiva» ( incluyendo hasta sus más humildes componentes : artesanos y pequeños comerciantes independientes ) ; y puede haber sido realmente manía enfermiza , pero , por otra parte , también es cierto que entusiasmó y enfervorizó a la «clase obrera » o a parte importante de ella .El saldo final fue el que conocemos.

  2. Margarita Labarca Goddard says:

    Sobre el artículo «Memorias de 50 años…»

    También en la agricultura hubo que ir a veces más allá de lo programado, porque los dueños de los fundos se llevaba a la Argentina los animales, las máquinas y todos los útiles de labranza, dejando a los campesinos abandonados a su suerte. De modo que para alimentarse ellos y sobre todo a sus hijos, trabajaban poco menos que con las uñas y exigían la intervención del predio para no morirse de hambre. Así fue como muchas veces hubo que pasar más allá de lo previsto porque obreros y campesinos lo necesitaban y exigían. Es que la lucha de clases se tornó implacable.

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